La cantina
Según Orígenes, el filósofo neoplatónico de la iglesia cristiana primitiva, los textos sagrados son como una casa inmensa con muchísimos cuartos cerrados y una llave en cada puerta. Al parecer, es una buena noticia: si la llave está en la cerradura, podremos entrar libremente en cada cuarto, y el sentido de las palabras de Dios será nuestro, se abrirá, dócil como una puerta entreabierta que basta empujar, magnético como un secreto al que puede accederse.
El problema es que todas las llaves han sido cambiadas, y ahí se hace todo más difícil. Tendríamos que pasar la vida entera ensayando abrir algunas puertas, y aun así, tantas son las llaves y los cuartos, podemos estar seguros de que no accederemos en su integridad esplendorosa a la revelación divina.
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Además de Kafka, esta parábola me recuerda otra gran casa, esta vez infinita, que Leibniz hace aparecer al final de la Teodicea en un pasaje que es un completo delirio. De hecho, se trata de un sueño, una revelación o una visión, en la que Teodoro, que así se llama el, digamos, personaje, es conducido por la diosa Atenea por entre la infinitud de los mundos: un paseo no solo por lo que es, sino por todo lo que hubiera podido ser, por todo lo que es posible.
Esto es lo que Leibniz escribe: “En seguida la diosa condujo a Teodoro a una de las habitaciones. Cuando entramos, vi que aquello no era una habitación, era un mundo, (había visto su sol, sus estrellas)”. Teodoro y la diosa transitan por todos los cuartos que se siguen uno a otro formando una pirámide, leyendo en el libro de los destinos, hasta llegar a la cúspide, a la cima, al último cuarto: “Teodoro, al entrar a esta habitación suprema, se encontró absorto y extasiado; necesitó el auxilio de la diosa, y una gota de un licor divino que le aplicó a los labios, le restituyó el sentido. De puro gozo, no sabía qué le pasaba. Estamos en el verdadero mundo actual, dijo la diosa, y aquí estás en la fuente de la felicidad”.
Ese último cuarto es este mundo, tal y como es, el cristal del tiempo, el presente, ahora, lo único puramente real y eterno. En la conocida fórmula de Leibniz, es “el mejor de los mundos posibles”.
Si todavía me siguen, en el capítulo VII de Bajo el volcán, el cónsul, bastante sobrio aún para su escala etílica, sin saber que vive las últimas horas de su vida, evoca la cantina de El farolito en un pueblo cercano a Quauhnáhuac: “¡El farolito! Era un lugar extraño, en verdad un lugar para las últimas horas de la noche y las primeras del alba”. “Sólo después, cuando llegó a conocerla bien, logró descubrir cuán extensa era hacia el fondo, y supo que en realidad se componía de numerosos cuartos minúsculos, cada uno más pequeño y oscuro que el anterior y todos comunicados sucesivamente entre sí, y que el último y más oscuro de todos no era mayor que una celda”.
Asombroso.
A estas alturas del día, del gran día, del último día, el cónsul solo ha bebido (sin contar la borrachera de la noche anterior que es una gran nebulosa en su cabeza y en la narración de Lowry) cerveza y tequila, creo, no, también varios whiskies, y una pócima amarga de estricnina que bebe entre trago y trago para intentar curarse de su adicción diabólica al alcohol. ¿Es posible que bajo el fuego de este combustible su mente dibuje, al evocar El farolito, la pirámide de Leibniz? ¿Que la dichosa cantina, con su última estancia, con ese dudoso nombre místico, sea nada menos que una imagen simbólica de lo real, de lo más real? ¡Es muy posible! ¿Han leído a Rumi?
Geoffrey, que así se llama el cónsul, el personaje de Lowry, es un Teodoro que llegará también ebrio al final, al presente absoluto, como se llega al principio. En ese último cuarto de El farolito, se abrirá la región más amplia y oscura; verá otro sol, otras estrellas.
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