La horrorizante historia del niño que no quería tomar sopa y los amantes padres que lo querían alimentar
La llegada a la mesa de la familia de la que voy a hablar es la ‘resemblanza’ de una justa de guerreros marginales que se acomodan en un campo de batalla para encarar confrontaciones encarnizadas al tiempo que ingieren los nutrientes para sobrevivir.
En la cabecera, el papá, hombre entre los 40 y 50, de gesto adusto y de mirada aburrida, llega a su puesto con actitud mortecina y un gesto que no termina de definirse entre la arrogancia, el hastío o el fastidio. Deja caer su trasero en el cojín de su “trono de rey clase media” y se agarra tibiamente de los cubiertos, a la espera de que la comida llegue a su plato y gestionar este periodo de alimentación de la manera más expedita posible.
No en la otra esquina, sino a su lado derecho, en el sitio del primer ministro se apertrecha la esposa, para él señor de la casa, mamá, para el heredero de 6 años, que ya está acomodado, en silla de adulto, en el lado opuesto a la madre, es decir a izquierda de dios padre, a la espera de la faena que, él ya lo sabe, se repite religiosa e inexorablemente todos los días.
El alimento lo sirve la eterna testigo silente y servicial que reconoce sin duda el ritual que recurrentemente se prepara en la mesa y trata, al máximo, de mantenerse al margen de la masacre que se conforma todos los días a esta hora y en este mismo espacio de la casa.
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La escena se basa en un elemento de utilería: el plato de sopa. Siempre es lo mismo. La buena señora lleva hasta el puesto del más joven de la mesa el plato rebosante del potaje espeso, blancuzco, con grumos, que justifica su existencia gracias a la teoría incuestionable de la mamá de que es el mejor alimento del mundo, y que no tomarlo equivale a profanar los mandamientos de la ley de la nutrición mundial.
El libreto siempre es el mismo, ante la llegada del plato con el líquido grumoso y humeante, cargado de nutrientes irreemplazables, el niño transforma su mirada y su postura corporal, gritando silenciosamente que no quiere tomarse eso, y la mamá que ya está alerta a la reacción, se lanza en un primer ataque y anuncia que no tomarse la sopa será considerado una falta grave, o sea que mejor no ponerse de valiente a jugar con eso. El niño, que también ya conoce el movimiento, tiene lista la jugada de laboratorio que, él ya conoce, lo meterá en una refriega álgida que a veces termina a su favor y otra veces no, lo cierto es que él no va a renunciar al combate.
Todo esto, observado “ahuevadamente” por el papá que, a estas alturas de la justa, parece un emperador romano desganado en su palco a la espera de la entrada de los gladiadores sobre los cuales, brevemente, tendrá que emitir una conclusión ya sea con pulgar arriba o abajo para cerrar el circo de hoy.
Este día, en particular, por alguna razón solo achacable a la alineación de los astros, el exbebé ha decidido reafirmar sus posiciones en el campo de batalla y anuncia con su gesto y su movimiento de manos que no piensa probar el cocido que tiene frente a sus ojos. La mirada del patriarca sabe ya dónde posarse, conoce el orden del día y recuerda sin titubeos la línea en la cual él entra en escena para respaldar a su señora y condenar al niño a la sentencia del día por no beber el brebaje de espinaca, maíz y papas o cosas de esa naturaleza que está condenado a recibir a diario bajo la tesis de que “ellos dos saben que es lo mejor para él”.
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La batalla, a punto de estallar, se ha escrito en diferentes versiones que incluyen ora gritos desgarrados de la madre exigiendo agradecimiento por el alimento recibido y echándole en cara al jovencito el esfuerzo que ella y el aburrido de la cabecera hacen para traer la comida a la casa, ora amenazas de bloqueo al celular, el Xbox o el computador, ora abandono total de la refriega con la condena a que de ahí en adelante ella no tendrá nada que decirle ya que parece que a él, al niño, no le gustan las cosas que ella tan sacrificadamente hace por su vida y su alimentación, y lo aplasta con una avalancha de culpa que a veces funciona y pone al menor a cucharear la sopa de mala gana hasta que la termina. Pero el clímax más recurrente en la escena es aquel en el que ella, la mamá, energúmena y cargada de ira se desplaza de su trinchera e invade el espacio vital del niño para trincarlo en una llave de judo que logra inmovilizar al pequeño y, a la vez, abrirle la boca para penetrarlo con la cuchara que en sus entrañas lleva el líquido blancuzco con cuyo ingreso en el cuerpo del infante se ha de consumar la violación.
El epílogo es siempre desolador, los adultos derrotan por la fuerza al insurgente y la mesa queda usada, caótica con los restos de las papas, arroz y carne que consumen los implicados y el cadáver de la dignidad del hijo que fue violado y abusado en uno de sus orificios dejando en su memoria la huella de una agresión que por ser cometida por la madre, con la anuencia del padre, escribe en la psiquis de la víctima la convicción de que su cuerpo no le pertenece, que el que ostente el poder tiene derecho a violentar su voluntad y a penetrar su boca, uno sus más sensibles orificios y, entonces, si aquella que se encarna como su más grande aliada, ¡su madre!, con la complicidad de ¡su padre!, lo viola, ¿por qué esperar que los ajenos, los extraños, los recién llegados no lo hagan? Y podría pasar que esos mismos perpetradores del abuso, eventualmente se rasguen las vestiduras cuando su bebé sea abusado por el tío, la tía, el amigo o la amiga y no se expliquen por qué la víctima no clamó por auxilio. No clamó por auxilio porque, para la víctima, lo que le estaba pasando con el tío, la tía, el amigo o la prima, era pertinente y normal, al fin y al cabo, así es su vida.
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2 Comentarios
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Mi mamá lo disfrutaba con la torta de espinacas, que aún no puedo ver, degustando cada cucharada de su poder que me hacía tratar. Excelente título y un gusto de leer este artículo entre la narración y la opinión!