‘La Instrumentalina’: un viaje sin retorno

La escritora portuguesa Lídia Jorge ganadora del premio de Literatura en Lenguas Romances 2020 de la FIL Guadalajara, es la autora de la ‘La instrumentalina’, novela corta traducida por primera vez al español, publicada, en 2019, por la Editorial Caballito de Acero.

Era domingo cuando llegó a mis manos la novela La instrumentalina, de la escritora Lídia Jorge. Lo recuerdo con exactitud, porque justo esa tarde estaba buscando cualquier excusa para salir de casa; el motivo siempre era el mismo, pues de todos los días de la semana, el domingo, en mi opinión, resultaba ser el más melancólico y difícil de lidiar, era el día perfecto para que los recuerdos perturbadores se manifestasen. Ese día, el pasado se presentaba como una gran brisa entristecedora, logrando destapar heridas que, semanas antes, yo creía haber sanado. Por esa razón, nunca me quedaba un domingo en casa, era mi norma inquebrantable.

Entonces, solía visitar librerías o cafés nuevos con tal de distraer mi mente. Me animaba caminar por la ciudad, oír los pitos de los carros, escuchar conversaciones y risas ajenas, cualquier cosa que no implicase un encuentro íntimo con la soledad. Estaba alistando varias cosas, entre ellas una capa que no lograba encontrar, cuando sonó el citófono y el vigilante de mi edificio me informó que me había llegado un libro. Esto me pareció muy inusual, porque nunca me había llegado ninguno un domingo, si hubiese sucedido antes, lo recordaría perfectamente. Esta situación despertó mi curiosidad y bajé de inmediato a recogerlo.

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Al subir de nuevo a mi apartamento, rompí con delicadeza las tres bolsas que envolvían aquel libro, que imagino, eran para protegerlo de la lluvia. Contemplé la ilustración de la portada de la novela y, tan pronto la observé, sonreí de inmediato. Además, no pesaba nada, era un libro mediano, de diecisiete centímetros de largo, aproximadamente, bellamente impreso en papel bulky, un papel que siempre he considerado especial, porque siento que nos está comunicando algo, es una invitación a viajar a épocas pasadas.

Me volví a centrar en la portada. En esta aparecía una mujer de cabello corto, que lucía una falda negra. Me pregunté qué razón tenía para esconder sus manos detrás de su espalda. Tampoco miraba hacia el frente, lo que la hacía una mujer misteriosa, que huía de algunos recuerdos, tal vez como yo. Su mirada se dirigía a sus pies. Otro detalle que pude observar, es que detrás de ella se escondía una bicicleta, del mismo color de su falda, que sobresalía ante las margaritas y los árboles ilustrados en aquella portada. Una sola imagen me invitó a hacerme cientos de preguntas y a decidirme, finalmente, a quedarme en casa leyendo la novela, algo que nunca hubiese contemplado un domingo cualquiera, antes de que el libro llegara.

Mientras me preparaba un café, pensé en el posible ritmo de la voz que narraría esta historia, imaginé que lo haría rápido, y que probablemente describiría los ruidos y el caos que normalmente caracterizan a las capitales de cualquier parte del mundo. Para mi sorpresa, fue todo lo contrario. Solo me bastó leer la primera página para entender que el destino, a lo mejor, ya había vaticinado que el libro llegara a mí justo ese día, y que sería el indicado para enfrentarme, de una buena vez, a mis miedos.

La instrumentalina

“Nunca se sabe lo que un viaje puede traer a lo íntimo del corazón. Cómo si de repente el tiempo fluyera de otra manera, o incluso cambiara la calidad de su hora, y apareciera una cosa pérdida, una duda cediera, un amor acabara y, súbitamente, naciera otro nunca imaginado” (página 13).

Pude comprender, al ojear la novela, que ahondaba por un ritmo lento y melodioso, como el susurro de un bolero, y que estaba ante una prosa honesta y profunda; por lo que decidí leerla en voz alta, corresponderle sin afanes y sin acciones impetuosas que pudieran arruinar por completo aquella historia. Tomarme el tiempo de observar tantos detalles del libro me permitió experimentar sensaciones que no había experimentado. Leerla me hizo intuir, en ese momento, que sería un domingo prometedor.

En estas páginas se cuenta la historia de una mujer que vivió alguna vez en el campo. Era viernes cuando sus pensamientos se remontaron a las anécdotas del pasado. Sentada en una de las mesas del hotel Royal York, llegaron no uno, sino cientos de recuerdos acumulados que había dejado atrás, no por odio o rencor, sino porque guardarlos fue la mejor forma que encontró para poder atesorarlos. Conforme se avanza en las páginas del libro, se descubre un tono lento que, poco a poco, deja pistas al lector sobre la historia. Esta comienza en la época en que el invento más novedoso era el gramófono, en la que no había todavía indicios de una posible guerra, pero existían conflictos internos entre varios países.

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La protagonista, en aquel tiempo, era una niña que acababa de hospedarse con su abuelo, ya que los hombres se habían puesto de acuerdo para dejar a sus esposas y a sus hijos, sus baúles y sus recuerdos en la casa de la campiña de sus padres. La misión de estos hombres era cerciorarse de que su familia estuviese en un lugar seguro, para luego huir lejos, a otra parte del mundo. Ella, junto con su madre y su hermano tomaron el cuarto de atrás, pues fueron los últimos en establecerse en esa gran casa, que tenía espacio suficiente hasta para guardar, en un cofre, los miedos y las frustraciones que día tras día perseguían al abuelo.

Durante el día, ella y sus primos se fijaban en los quehaceres de las tías, quienes pasaban la mayor parte del tiempo sobre los fogones de petróleo que reposaban en la cocina, cortando y mezclando, una y otra vez, los ingredientes para las comidas. Además, por la tarde, sacaban de las canastas algunas telas, las cortaban y las acariciaban a su antojo, como si al tocarlas pudieran recuperar una parte perdida de ellas; mantenerse ocupadas era la única manera que tenían de evadir su dura realidad. Cuando las noches lucían melancólicas, se sentaban a escribir cartas, usualmente largas, como sí de las palabras puestas en el papel dependiera que sus maridos regresaran. Hubo tardes felices, en las que se animaron a prender el gramófono y bailar en parejas, moviendo los pies al compás de la música.

Lidia Jorge, escritora de 'La instrumentalina'
Lidia Jorge, escritora de ‘La instrumentalina’

Sin embargo, la casa realmente cobraba vida cuando los primos observaban la llegada del tío Fernando. Él nunca estaba solo, ya que recorría los caminos de aquel campo en compañía de su instrumentalina, su amiga inseparable, su bicicleta de carreras, en la que podía volar y escapar de las responsabilidades impuestas por el abuelo.

Cuando el tío volvía, después de sus largos paseos, nuestra protagonista corría para alistar los utensilios por si la instrumentalina venía desajustada: el alambre, la toalla y el cuchillo. Después, le pasaba el recipiente para que se lavara los pies, antes de cenar.

Todos los sobrinos compartían un sueño en particular: ser escogidos por su tío Fernando, que casi siempre lucía alegre, y subirse a la parrilla de esa cicla para poder dar un paseo por el campo, y atravesar largos caminos, lo que los haría sentirse libres al alejarse de la de casa, que la mayor parte del tiempo parecía una prisión.

Al sumergirse en las páginas de esta novela, es imposible salir de allí. Su prosa íntima y verosímil hace que las imágenes que reposan allí se queden grabadas para siempre en nuestra memoria, retornándonos a los primeros momentos de nuestra infancia. La narrativa de Lídia Jorge es tan poderosa, que por medio de los recuerdos hace que nos reconciliemos con nuestro pasado.

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“El fin de un mes de marzo seco había traído una primavera extraña llena de sol prematuro, y un domingo, no lejos del verano, el tío había sacado bastante temprano la instrumentalina. La lavaba, la limpiaba, y como solía hacer en caso de paseos largos, había amarrado un cojín a la parrilla. Luego, miró hacia al cielo, donde solo se veían pasar unas ligeras nubes, como si fuese verano” (página 28).

Todos los sobrinos gritaban y saltaban a su alrededor, sabían que una vez el tío se ponía su gorra de rayas, escogía al afortunado para ir a recorrer las carreteras, y así, podría sentir el aire una vez se avanzaba a gran velocidad. Nuestra protagonista, finalmente, había sido la elegida. Tantas noches de esfuerzo, en las que se encargaba de recoger los objetos una vez el tío operaba a la instrumentalina habían merecido la pena. Ese domingo de primavera fue la primera vez que disfrutó de un paseo con su adorado tío. Ese mismo día, el tío, un aficionado a la cámara, le pidió que recogiera margaritas y le tomó varias fotos. Emocionado por el paisaje y su mirada, le dijo: “¡Eso, no te muevas, Greta Garbo!”. Y luego le contó sobre esa actriz y modelo, la más famosa por esos tiempos.

Una noche sacaron la cicla de la casa, un plan ejecutado por el abuelo, ya que, según él, perder la cicla sería suficiente para impedir que el tío se fuera y para que abandonara la idea de recorrer el mundo junto a ella. Esta decisión impulsó al tío alejarse del campo. Una madrugada, el tío  se subió al tren con la falsa promesa de que volvería pronto. Sin embargo, atrás habían quedado las fotografías en el campo de margaritas y las carreras de ciclismo que demostraban que no existía una bicicleta tan veloz como la instrumentalina. Nunca más se escucharían las risas y las bromas que se le ocurrían al tío Fernando aún en momentos de angustia.

Así pasaron treinta años sin saber de él. De vez en cuando llegaban postales falsas, en las que bastaba observar con detenimiento para comprender que esa no era la letra de Fernando. Pero aquella mujer, nuestra protagonista, no se iría de este mundo sin encontrar antes a ese tío que había eternizado su vida el domingo que la llevó a recorrer los valles en libertad. Allí estaba, sentada en aquel bar, con la esperanza de escuchar su voz nuevamente, anhelando desempolvar el álbum que la llevaría a regresar al campo, a imaginar los atardeceres de diversos colores, cualquier momento que le ayudara a reencontrarse con esa niña de la infancia, que jamás pudo olvidar la silueta del hombre que, una vez se subía a la cicla, podía volar.

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9 Comentarios

  1. Saludos, conozco muy poco sobre obras de escritores Portugueses, pero sin duda esta puede ser una gran oportunidad para acercarme a sus obras.

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