‘La jauría’ de Andrés Ramírez: los hundidos y los salvados

La primera película del director colombiano Andrés Ramírez, que se estrenó y fue premiada en la Semana de la Crítica de Cannes, llegó la semana pasada a salas del país. Esta fábula de encierro y redención, bellamente resuelta en términos formales y narrativos, deja en el aire una pregunta ética sobre quiénes merecen hundirse y quién salvarse.

En cualquier ficción o en cualquier documental, los cuerpos, los objetos y los territorios nos interpelan de manera radical. Esto ocurre, ante todo, porque reconocemos en ellos la misma apariencia que tienen los seres y las cosas. El cine expresa la realidad mediante la realidad, escribió –en su tiempo– Pasolini, maravillado ante esa lengua nueva que emergía ante sus ojos. El cine, sin embargo, no es la realidad. Lo que sí tiene es el poder de expandirla, de dotarla de magnificencia y sentido; pero también de empobrecerla o de entregar una versión devaluada de ella. Puede, en fin, afirmar las hegemonías o abrir huecos para cuestionarlas.

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El director de la película que hoy nos ocupa ha dicho que le interesa del cine como lenguaje su capacidad de hacer visible lo invisible. Detrás de este acertijo, que recoge toda una tradición estilística de la historia del cine –y a la que podríamos llamar, recogiendo la categoría de Paul Schrader, el estilo trascendental– acecha la idea de que la realidad que vemos es insuficiente y que para salvarnos de ese vacío o de esa pérdida hay que atravesar una grieta que nos lleve a la otra orilla, a una trascendencia. Los capaces de pasar al otro lado serán los salvados; los que no, experimentarán sin remedio la caída y la condenación.

La división de mundo entre salvados y hundidos estructura el universo de La jauría, ópera prima de Ramírez. Los hundidos ocupan la mayor parte de la película; son su materia prima. Es el grupo de muchachos aislados en una finca como castigo por los delitos que cometieron, y sometidos a una tiranía detrás de la que se esconde una promesa de redención en la que, sin embargo, nadie cree. Y también son los cuidadores de los chicos, atrapados en el fanatismo y la crueldad. La jauría es, entonces, un huis clos, una fábula de encierro y una prolongación del gótico tropical como matriz para imaginar el nosotros y los otros, lo limpio y lo sucio, lo puro y lo impuro.

Vea acá el trailer de La jauría:

La película construye una poderosa atmósfera de zozobra y opresión –amplificada por el sonido– cuyo centro inicial es la casa donde los muchachos purgan su condena. En esa casa se condensa un motivo que se repite con inquietante frecuencia en el cine y el arte contemporáneo hecho en Colombia: la ruina. En esta insistencia de las ruinas es imposible no leer un estado de la psique nacional, una melancolía que es el resultado de las múltiples pérdidas y despojos que, como individuos y como sociedad, hemos vivido.

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En la casa en ruinas de La Jauría, los muchachos y sus cuidadores transitan como fantasmas, atrapados en los círculos y las repeticiones de una violencia que tiene eco en la naturaleza, en nuestro trópico de cuerpos sudorosos y animalizados, bellos como fetiches de una masculinidad sin salida. Aunque Eliú, uno de los chicos –encerrado como castigo por el crimen de un hombre al que asesinó creyendo que era su padre–, parece ser el centro magnético de la película, en realidad ni él ni ningún otro personaje está individualizado. Son cuerpos caídos en desgracia, masa pecadora, legión en tránsito hacia la muerte eterna. A La Jauría le interesa más el mal como idea o concepto, que la realidad de cada pecador. 

La película, no obstante, entra y sale del espacio clausurado de la casa en ruinas. Las fugas ocurren en distintos niveles. El espacio realista se rompe y somos introducidos en un inframundo filmado con un pulso visual alucinante, y también en algo parecido a un sueño. Esas fugas de la casa, esos desdoblamemientos, no se ofrecen como salidas a los personajes; abren nuevos abismos o certifican la caída. Con fruición morbosa, la película se entrega a mostrar el derrumbe de los muchachos, como si un demiurgo los castigara una y otra vez, y otra vez.

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“En la casa en ruinas de La Jauría, los muchachos y sus cuidadores transitan como fantasmas, atrapados en los círculos y las repeticiones de una violencia que tiene eco en la naturaleza, en nuestro trópico de cuerpos sudorosos y animalizados, bellos como fetiches de una masculinidad sin salida”

La película es un dios que devora a sus criaturas o que salva a una sola de las que crea (no diré a cuál porque algún lector me mandará al infierno, a sufrir la llama eterna destinada a los que hacen spoilers), como para que quede constancia de que la redención es posible, pero solo para unos pocos elegidos.

Con esta decisión, la película se vuelve un dispensador ideológico que, detrás de sus bellas formas, corrobora el mismo relato de desprecio por la vida individual –mortal y arraigada en el mísero misterio del cuerpo– que cunde entre los poderosos, los proveedores de muerte y condenación. Es un cine que va entre la profilaxis social y el capitalismo espiritual, y que deja abierta una paradoja –una grieta– insalvable. El abismo entre el esplendor visual y sonoro que se despliega ante nosotros –lo visible y audible–  y la ideología a la cual este esplendor sirve.

A la idea de un mal y un bien esquemáticos -lucha de fuerzas antagónicas o genéricas- que se traduce en unas economías de salvación que insisto, dividen a las personas en redimibles y desechables según un orden moral invisible y trascendente. Si eso es así, prefiero lo visible, la realidad de un cuerpo, su dolor único; porque la belleza será justa, o no será. 

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La jauría película
“La película es un dios que devora a sus criaturas o que salva a una sola de las que crea, como para que quede constancia de que la redención es posible, pero solo para unos pocos elegidos”

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