‘La mirada de Humilda’: un adiós que se vuelve un duelo colectivo
El escritor Alonso Sánchez Baute acaba de publicar ‘La mirada de Humilda’, un conmovedor retrato de su perra west highland white terrier.
Los ojos de Humilda abarcaron muchas cosas en el transcurso de 15 años. Ella observó las montañas de Bogotá y los cambios de estaciones de Buenos Aires. Se acostumbró a ver a los ciclistas durante sus caminatas matutinas y a pasar la tarde retozándose en el parque de su barrio junto a otros perros. En alguna ocasión, conoció el mar. En otra, visitó por primera vez la finca de tierra caliente donde pronto aprendió a echarse el día entero en el sofá que quedaba debajo del ventilador. Se familiarizó con la cama de su casa, con la mesa del veterinario, con la textura del pollo cocido y, claro, con la presencia de su humano, el escritor Alonso Sánchez Baute, quien después de su muerte decidió escribir sobre ella porque, como él mismo apunta, “olvidarla sería una traición”.
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El libro La mirada de Humilda, publicado por el sello Seix Barral, llegó a librerías el mes pasado. La obra se puede describir como el testimonio que rinde una vida sobre otra vida. O, si se quiere, como el relato de un hombre que mira a su perra y se pregunta por la mirada de ella. A lo largo de sus 207 páginas, Sánchez Baute nos cuenta la historia de Humilda en orden cronológico: desde el momento en que él y su pareja de entonces la adoptaron una tarde en casa de unos amigos, hasta los últimos momentos que compartió con ella. En medio de esos dos momentos, la cotidianidad compartida: la vida de barrio, las amistades, los silencios, los achaques.
La mirada de Humilda, sin embargo, no se limita a ser la crónica de la vida de una west highland white terrier. Sánchez Baute, con evidente maestría, sostiene y entreteje varios hilos narrativos en el libro, sin jamás enredarse. Para empezar, logra introducir de forma orgánica una serie de reflexiones sobre la larga relación que ha existido entre hombres y perros. Menciona a los estoicos, aplaude a Pitágoras, maldice a Descartes, cita a Peter Singer, todo para terminar haciendo una sentida defensa de los derechos de los animales: “Desde que la ortodoxia judeocristiana negó la existencia del alma en los animales, ellos fueron desacralizados y despreciados. Y yo creo que el alma está sobrevalorada. ¿Dónde está que no la veo? No existe. Es una ficción”.
En otras partes del libro, Sánchez Baute centra su mirada en sí mismo: habla de su infancia en Valledupar, de sus años de fiesta, hasta alude a sus libros anteriores. Su vida, nos cuenta, cambió radicalmente con la llegada de Humilda. Ella no solo se volvió su mejor amiga, sino que también fue el terremoto que derrumbó los muros de su soledad. En los momentos de depresión que él atravesó por culpa de la escritura de un libro sobre el conflicto armado colombiano, ella agrietó la coraza de su tristeza y dejó que entrara la luz. En los momentos de fragilidad, ella lo acompañó sin juzgarlo. Alegre, terca, leal, fue el catalizador que le permitió tener otra vida. “El hombre tiene que aprender más del perro que el perro del hombre -escribe-. Quizá por eso pretendemos humanizarlos, para no sentirnos tan mal cuando confirmamos que ellos son mucho más sabios que nosotros”.
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Un elemento curioso del libro es que cada uno de sus 15 capítulos -con la excepción del último- termina con un par de páginas escritas desde el punto de vista de Humilda. Es un gesto hermoso y empático: Sánchez Baute decide darle una voz, como diciéndole -como diciéndonos- que son los dos, y no solo él, los escritores de este texto. Ella, así, reflexiona, relata: “¿Lo más bonito que me dijo? Que conmigo aprendió a recibir, porque nunca alguien le había dado tanto”. En la medida que avanza el libro, la voz de Humilda se transforma en el corazón de la obra, sobre todo por la fuerza de sus últimos monólogos.
En una edición reciente de la revista The Atlantic, la historiadora Deborah Cohen publicó un ensayo titulado “The Man Who Told All” (“El hombre que contó todo”). En el texto, ella sitúa el origen estadounidense del libro testimonial en 1949, cuando el periodista John Gunther publicó, a pesar de la reticencia de su editor, la obra Death Be Not Proud, en la que narró sin tapujos la muerte de su hijo por culpa de un tumor cerebral. La obra pronto se volvió un best-seller vendiendo cientos de miles de ejemplares. Su autor empezó a recibir cientos de cartas cada semana de personas que, por alguna razón u otra, se identificaban con su relato.
Para Cohen, el éxito monumental de ese libro obedeció a un hecho particular: la dolorosa e íntima historia de Gunther y de su familia reafirmó la importancia del testimonio individual en una época cuando su país no sabía muy bien cómo procesar los horrores de la Segunda Guerra Mundial. La obra les ofreció a sus lectores “una magnifica experiencia humana”, como escribió en su momento el Chicago Tribune. En su ensayo, Cohen llega a una conclusión increíble: “La predominancia actual del género testimonial -que hoy consideramos una celebración del “yo”- nació de un intento por sanar un “nosotros” colectivo”.
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De alguna manera, me parece que entre los dos libros -el de Gunther y el de Sánchez Baute- se extiende un puente. Sí, ambos son testimonios que narran en detalle la vida y la muerte de un ser amado. Pero no es solo eso. Las dos obras ofrecen algo así como un punto de encuentro para el duelo, un espacio para compartir la tristeza y recordar a los que ya no están en un contexto nacional difícil. Tienen, si se quiere, una función comunal, construida desde la sensibilidad. Y eso, quizás, es el punto más alto al que puede aspirar una obra testimonial: lograr que los lectores -o, por lo menos, este lector-, sientan como propia la experiencia de alguien más.
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Lo quiero leer ya a pesar que debe ser triste