La Mosca, el Simca y Bilardo

El Parque del Perro lo vio varias veces cuando estaba de pie y se acostumbraba a conocer ese delicioso, pero traicionero dolor —porque puede sonar contradictorio, pero es así— de la idolatría. Porque cualquier hincha del Deportivo Cali que se respete se ponía de pie si veía que en su camino se cruzaba Henry Caicedo, fallecido recientemente.

Y en esas vecindades, contaban los que ya peinan canas, La Mosca —apodo con el que se hizo muy conocido— se relaciona con lo que finalmente lo lleva estropear su vida: los vicios de la noche, la tentación de lo prohibido y la ansiedad de regresar a buscar algo para paliar esa necesidad que se creó un día y que nunca se fue, esa adicción que lo condujo a sinuosos y oscuros senderos.

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Henry ya sabía lo que significaba ser campeón con Cali, en el año 70 —pero era banca—, y en el 74 —tiempos en los que sí era inicialista asegurado—, y Alex Gorayeb, seguramente el presidente más importante que tuvo el club a lo largo de su historia, imaginó que las fronteras de la institución no podían conformarse simplemente con eso de ser importante en el país, sino que era momento de apostar a un salto de calidad que los condujera a ser parte del radar sudamericano.

Su ambicioso plan llevó a que Carlos Salvador Bilardo fuera contratado como entrenador. El argentino tenía experiencia en su país dirigiendo a Estudiantes de La Plata y el manual táctico lo supo heredar de uno de sus grandes maestros, Osvaldo Juan Zubeldía —el creador del Estudiantes ganador de todo en América y Europa a finales de los años sesenta— que, como es la vida, también aterrizó en Colombia el mismo año que él, 1976.

Carlos Salvador Bilardo
Carlos Salvador Bilardo, en el Deportivo Cali

A su llegada, cuenta Bilardo en su magnífico libro Doctor y campeón, que la primera vez que charló con sus nuevos dirigidos empezó a planear las jornadas de trabajo y llegó el instante en el que planteó hacer doble jornada de entrenamiento todos los días, incluso antes de concentrarse en el hotel. Los futbolistas —no especifica quiénes— le protestaron con respeto, casi que rogándole que revisara su decisión. El director técnico (DT) entonces preguntó el porqué de la rezongadera y los jugadores le respondieron: “Profe, es que en Cali nosotros respetamos el viernes cultural”.

Fue la única vez que Bilardo, que siempre iba un paso adelante a todos, se quedó rezagado un paso atrás. La expresión de “viernes cultural” lo dejó impávido y orgulloso de sus dirigidos, por ser gente cultivada y curiosa intelectualmente: los vio en sus pensamientos yendo a una sala de conciertos para escuchar a Beethoven, Brahms y Liszt; los veía comiéndose las uñas con el sufrimiento de Otelo ante Desdémona y los visualizó tocando un lápiz contra una mesa al son de Charlie Parker. Bilardo los liberó y al llegar a su casa le comentó a un amigo caleño la positiva impresión de sus muchachos con eso del “viernes cultural”. El hombre reventó de la risa y le explicó el verdadero significado de la expresión y desde ese día nunca más hubo entrenamiento de una sola jornada.

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Y Henry Caicedo era uno de los más habituales integrantes de esas jornadas de viernes cultural: siempre buscaba escaparse de las concentraciones para poder tomar un pedazo de noche para su alma, que iba dejando por ahí tirada por cuenta de esas ganas de tragarse lo mundano. Era Harry Houdini en términos de escapismo. Más allá de su talento, nunca pudo superar la marca asfixiante de los alucinógenos y el alcohol que signaron su carrera y lo llevaron incluso a perder la gran opción de jugar con Estudiantes de La Plata, adonde llegó por expreso pedido de Bilardo, a pesar de que el doctor conocía de los demonios de su hombre de confianza. Aunque eso fue lo menos que dejó ir: la vida lo mandó a las catacumbas del infierno, de donde no pudo salir. Su estampa de crack no fue capaz de vencer sus propios hoyos negros.

La mosca Caicedo
‘La Mosca’ Caicedo

Lo que nunca cuenta el libro es que, a la llegada de Bilardo a Cali, y ya con la lección del “viernes cultural” bien aprendida, Alex Gorayeb le dio al entrenador un Simca último modelo para que se movilizara por la ciudad y pudiera transportarse a conocer talentos por la región. Gorayeb le dijo a Bilardo que, si el carro presentaba alguna falla o ya no suplía sus necesidades, podía devolverlo.

Pasó un año y de repente Bilardo le devolvió el Simca al presidente del Cali. El máximo directivo del club se montó en la cabina del piloto y vio que con solo 365 días de uso el pobre Simca ya estaba frisando los 100 mil kilómetros de recorrido, algo inusual si se tiene en cuenta que en un año más o menos un vehículo debe andar unos 10-15 mil kilómetros a lo sumo. 

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Aterrado, Gorayeb le dijo a Bilardo que con semejante trajín ese carro ya no servía de nada. Que por qué tanto kilometraje, que qué se la había pasado haciendo en el bendito Simca.

Bilardo respondió: “Persiguiendo a Henry”.

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