‘La peor persona del mundo’ de Joachim Trier: el costo del entusiasmo
‘La peor persona del mundo’ es una comedia teñida de drama —o viceversa— que llega sin filtros al costado más vulnerable de espectadores y espectadoras. La película, dirigida por el noruego Joachim Trier, se alimenta de las contradicciones y miedos de una época en que vivimos fingiendo entusiasmos, ajustando pactos imaginarios y luchando por prevalecer.
Para paliar los efectos devastadores de la realidad muchos gurúes del bienestar recomiendan comedias románticas, con el mismo gesto mecánico que un médico del cuerpo receta acetaminofén. La costumbre de los susodichos gurúes se basa en la falsa presunción de que la comedia romántica es un género escapista, que imagina y construye mundos desvinculados de su tiempo y lugar.
Una lluviosa tarde bogotana de esta semana iba yo camino al cine a ver lo que no sabía aún que era una comedia romántica. Pensaba –luego de haber revisitado un clásico de 1940: The Philadelphia Story– en cómo subestimamos o malentendemos un género que habla de encuentros y desencuentros, de enredos y malentendidos, de matrimonios, separaciones y hasta segundas nupcias. Me decía, incluso, que las mejores comedias románticas son escuelas para enfrentar con realismo la desilusión y aceptar lo que trae la vida adulta, que son muchas cosas y no propiamente el amor romántico.
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Mientras pensaba en esos errores o distorsiones el agua se filtraba por la frágil tela de mis zapatos. Me percibí como un organismo poroso y excesivamente susceptible a los estímulos del entorno. Todo podía entrar en mí y afectarme. Pensé entonces que cualquier género cinematográfico es también un organismo expuesto. No es una idea mía, por supuesto. Teóricos e historiadores del cine han usado las metáforas biológicas para ilustrar los modos en que nacen, viven y mueren las películas del oeste, los musicales, el film noir o, por qué no, las comedias románticas.
Un género, según el crítico inglés Raymond Durgant –citado por el crítico australiano Adrian Martin–, absorbe lo que sucede a su alrededor y puede reflejar modas o discusiones de actualidad *. Un género es un organismo en permanente reacomodo y transformación. Su envoltura es tan permeable como la tela de mis zapatos. En esas especulaciones me encontraba cuando empezó la proyección de La peor persona del mundo, la última película del director noruego Joachim Trier.
Una película que se desdobla
Lento como soy, y más cuando estoy mojado e incómodo, me demoré un rato en entrar el tono que la película proponía, pues me enredé en los señuelos de su estructura –un prólogo, 12 capítulos y un epílogo– y en la aparente seriedad de sus asuntos. Poco a poco se fue perfilando el personaje de Julie, la protagonista a la que vemos transitar por la pantalla flotando en la indeterminación de lo que quiere ser y en la incertidumbre de cómo lograrlo: carreras que prueba y cambia, parejas que toma y deja, un deseo de ser auténtica que se choca con la espesura de los clichés que la constituyen. Por esta convincente interpretación, Renate Reinsve ganó el premio a mejor actriz en Cannes 2021.
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Justo cuando estaba a punto de decretar que lo que veía era un drama europeo algo fallido atascado en los problemas de personas del Primer Mundo, acepté que tras su barniz de seriedad hay algo evidentemente ligero. ¿O al contrario? ¿No es más preciso decir que tras su revestimiento juguetón se revela un bien temperado drama sobre la inestabilidad emocional, la madurez y la muerte?
La peor persona del mundo es una comedia que se transforma en algo muy próximo a una tragedia y que, para volver sobre la idea de Durgant, muestra que la única distinción relevante, y la que de verdad importa al público, es la que separa la comedia del drama. “La más amplia, pero también la menos definida, dado lo pronto que una película puede pasar de un lado al otro y de regreso”, escribió el ya citado crítico australiano Adrian Martin.
Esta agridulce comedia romántica de Trier, más que evadir su tiempo –nuestro tiempo–, se abre a él y lo acoge. No con demasiado rigor, pero sí con atención e interés, en La peor persona del mundo hay una indagación en los problemas propios de volverse adulto en las sociedades del bienestar, que no son hoy propiamente países sino sectores sociales muy presionados o sobreexigidos que se pueden encontrar en Noruega, Colombia o Estados Unidos.
La globalización ha creado una supuesta élite mundial dedicada a trabajos creativos y a lo que, en el tono algo melancólico y a la vez burlón que la película adopta, podríamos llamar las economías del espíritu, alimentadas por artistas, intelectuales y otros profesionales liberales. Una presunta casta de privilegiados en realidad precarizada y vulnerable, que intenta como mejor puede estar a la altura de lo que se espera de ella, mientras vive en el permanente miedo de sobrar, y en la sospecha de ser tan prescindible como otros sectores sociales en un orden que tiende a convertirnos a todos en objetos de usar y tirar.
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Trier (director de Oslo, 31 de agosto) logra con La peor persona del mundo ir en dirección contraria a ese régimen de lo desechable, sin caer ni en una rimbombante profundidad moral ni mucho menos en el cinismo o la frivolidad. Es una película que observa con ternura a sus personajes y es condescendiente con sus tropiezos. Que muestra el autoengaño y las convenciones en que todos incurrimos, y a la vez es capaz de percatarse de que somos algo más denso: personas que vamos a morir y, entre tanto, queremos amar y ser amados.
Más que reinterpretar la gran tradición cinematográfica de las comedias románticas, Trier afirma lo que quizá explica la lozanía y perdurabilidad de este género: en él, en efecto, pueden tener cabida preocupaciones y asuntos cruciales de cada tiempo histórico, y un reflejo de cambios sociales de largo aliento.
Las comedias románticas son como esponjas. Las mejores entre ellas recogen el zeitgeist, el espíritu de una época. La peor persona del mundo absorbe a su vez una tradición más específica: la de algunos grandes clásicos del arte escandinavo que logran un raro y admirable equilibrio entre la gravedad y la gracia. Una virtud escasa que, cuando se encuentra, justifica hasta la incomodidad de estar con las medias empapadas en una ciudad de tardes tristes.
* Para dimensionar los alcances, no siempre reconocidos, de la comedia romántica, este texto –“Desando (algo como el) amar”– del crítico australiano Adrian Martin es muy recomendable.
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