La revuelta de la “mercancía”
El hombre que vendió su piel, dirigida por la tunecina Kaouther Ben Hania y con una inquietante actuación de Monica Belluci, estuvo nominada en los Oscar 2021 como mejor película de habla no inglesa. Una versión actualizada del mito de Fausto y Mefistófeles. Pero ¿Cómo vender el alma cuando el valor de cambio está en la piel?
¿El hombre que vendió su piel es una película cínica o un alegato contra el cinismo? No es fácil saldar la discusión, pues la segunda obra de ficción de la directora tunecina Kaouther Ben Hania tiene porosidades por las que es posible llegar a cualquiera de las dos interpretaciones. Hay que decir primero que la película elige un blanco fácil: el arte contemporáneo. Sabemos bien de los excesos en que incurren artistas y curadores que se mueven en ese campo y las diatribas propinadas a este lenguaje –y negocio– altamente especulativo. Algunas de las invectivas contra el arte contemporáneo, como la muy conocida de la mexicana Avelina Lésper, tiene un problema de base: toman la parte por el todo y caen en una argumentación a veces tan tosca y caricaturesca como lo que quieren denigrar.
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Con la película de Ben Hania pasa algo similar: sacrifica matices con el fin de posicionar un comentario sobre qué pasa cuando el arte y los artistas, dentro de un sistema capitalista, fungen de solidarios con problemas como la inmigración, la pobreza o los refugiados. ¿Hay alguna manera de no convertir a los sujetos inmersos en esas realidades en categorías sociológicas calcificadas e inertes?
¿Todo arte de denuncia es importante y transformador o alguna parte de él no es más que una válvula de escape del mismo sistema que produce la precariedad y la miseria?
El hombre que vendió su piel está inmerso en esa encrucijada. Su argumento central es como un puñetazo en el corazón: Sam, un sirio obligado a huir de su país acusado de subversión, malvive en Beirut trabajando en una industria avícola suficientemente cruel como para que de entrada nos familiaricemos con una estética de shock. En su tiempo de descanso, asiste a cocteles del mundo artístico en busca de saborear las sobras de un lujo que no le pertenece. Y es en una de esas cuando hace contacto con un artista occidental sin mayores escrúpulos. Así es como Sam acepta su particular versión del pacto fáustico. Pero Sam no tiene alma que negociar. Solo una piel lustrosa en la que el artista (en cuyo nombre está inscrita la palabra Dios en inglés) tatúa una visa Schengen, una cifra de lo que Sam desea, pues el objeto de su amor vive en Bruselas y él quiere reunirse con ella.
La apostilla es cruel y directa: las mercancías –y el arte entre ellas– viajan con la facilidad que les es negada a las personas. Sam, convertido en el contenido y el continente de una obra de arte conceptual puede ahora viajar y ser exhibido en los museos del primer mundo como protagonista de un espectáculo donde, como lo escribieron los colombianos Carlos Mayolo y Luis Ospina en un manifiesto que acompañó la primera exhibición de cortometraje Agarrando pueblo en Europa, “el espectador podía lavar su mala conciencia, conmoverse y tranquilizarse”.
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Pero tal como se ve en la feroz obra de la pareja de realizadores caleños, el subalterno es más que hambre y, en este caso, más que piel. En la parte final de la película, la más interesante pero la que aquí no se puede comentar in extenso, pues hay un riesgo bastante alto de ser lapidado bajo la acusación de hacer spoilers, vemos las tretas del débil.
Si bien la película es como una ilustración de las teorías sobre el capital de Marx, tal como lo señaló en su estreno el crítico e investigador Sergio Becerra, también parece inspirada en la afirmación de Michel Foucault: donde hay poder, hay resistencia.
Es ese giro –sobre el que insisto en que no puedo entrar en detalles– el que salva a la película de ser una autosatisfecha constatación de la crueldad o una afirmación del mundo tal como es. En este punto del texto puedo entonces decir que esta película sobre la que era muy fácil estar prevenido (por ejemplo, el director de fotografía es el mismo de una película libanesa condescendiente y miserabilista como Cafarnaúm de Nadine Labaki) no es ni cínica ni un antídoto contra el cinismo de ese arte que, cito de nuevo a Mayolo y Ospina, convierte al ser humano en objeto, en instrumento de un discurso ajeno a su propia condición.
Claro, esa instrumentalización se pone en escena en una película que se desdobla una y otra vez, en un juego imprevisto de poderes (y revueltas) donde lo primero que hay que descartar es que los refugiados sean solo pobres lázaros extendiendo la mano ante el rico epulón. Su expresión y su mundo simbólico es zigzagueante, siempre listo a refundar el mundo perdido a partir de casi nada, o de ese todo que es la imaginación. Eso sí: el centro de la cuestión es el hambre, o tal vez la rabia. Y las consecuencias estéticas y políticas de una y otra.
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