‘La roya’ de Juan Sebastián Mesa: los que se quedan

El segundo largometraje de Juan Sebastián Mesa (‘La roya’) se estrenó en el Festival de San Sebastián e inauguró, en marzo pasado, el FICCI. Finalmente, esta película que tiene en su lomo a un joven campesino atormentado por las dudas mientras una plaga amenaza con extenderse por los cafetales en los que trabaja, se estrena en salas.

Ser de un pueblo o del campo, o crecer en alguno de estos lugares que son vistos como la tras escena del progreso y la civilización, puede significar vivir con la urgencia de la huida en los talones. Para los jóvenes, la vida verdadera –la vida de las posibilidades, los encuentros y las oportunidades– promete estar en otro lado. Además, la experiencia de los que se van se juzga más ejemplar y heroica que la de los que permanecen anclados al lugar donde nacieron. 

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El director antioqueño Juan Sebastián Mesa debutó seis años atrás con una opera prima, Los Nadie, que seguía el intento de un grupo de jóvenes por abandonar –así fuera temporalmente– una Medellín que los expulsaba de varias formas y en la que iban camino a volverse adultos para repetir el mundo gris de sus padres y madres. El viaje, hacia el sur del continente, era una especie de utopía pero también una acción concreta para transformar las herencias y las tradiciones estancadas.

El segundo largometraje de Mesa se ocupa esta vez de los que deciden quedarse –de uno de ellos–, aunque desplaza lo urbano por lo rural. Al permanecer en el campo, Jorge el protagonista se rebela contra el tácito mandato de descampesinización y disolución de la sociedad rural que lleva ya varias décadas, en medio del fragor de una guerra que también, o sobre todo, es por la posesión de la tierra y por las visiones opuestas sobre cómo y para qué “ponerla a producir”.

Vea acá el trailer de ‘La roya’:

Jorge (interpretado por Juan Daniel Ortiz, un actor no profesional de una presencia imponente y misteriosa) cuida a su abuelo viejo y enfermo, mantiene contactos sexuales con una prima que apenas responde con silbidos, e intenta recuperar unas tierras que a él y a su familia le han quitado. La roya alude a varios estratos de violencia pero se intenta concentrar en la crisis de identidad de su personaje principal, un joven extraviado y extrañado en la inmensidad de los paisajes cafeteros del suroccidente antioqueño, esos que Jorge parece no reconocer, o al menos no de la forma como en la tradición iconográfica de la región el hombre a caballo “descubre” el paisaje. 

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El protagonista de la película mantiene a distancia al espectador, como si la glaciación emocional que se atribuye a la vida en las grandes urbes, lo estuviera aniquilando también a él. Algunos planos de la película funcionan como metáforas visuales de la soledad y el extrañamiento de Jorge, un joven campesino que no podría hacer suyas las palabras que Pavese le dedicó al suelo patrio (en La luna y las fogatas), a la tierra que nos dio forma: “Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando”. 

Jorge y su grupo de amigos y amigas (incluida su primera novia) que sí se fueron del campo, se vuelven a encontrar para la celebración de las fiestas del pueblo. A aquellos que se fueron, ¿la gente, las plantas, la tierra los siguen esperando? Los que se quedan y los que se van están unidos en una sensación común de desamparo y búsqueda en un mundo en transición.

La roya de Juan Sebastián Mesa

La crisis de identidad del protagonista es, sin embargo, vaga o difusa. La película es más una deriva que un ajuste ordenado de escenas y secuencias encaminadas hacia un fin. Las revelaciones que los personajes anhelan para amarrar sus vidas a un orden, se concretan en una mezcla de rituales que va desde una limpia con trazas indigenistas hasta una rave en pleno campo con su respectivo dealer chamánico. Parece entonces que la roya, esa plaga de los cafetales que obliga a quemarlos para que, de las cenizas –dice la sinopsis oficial de la película–, brote la posibilidad de nueva vida, tiene un equivalente en Jorge, quien carga su propia plaga y debe, al menos, calmarla.

La roya divaga más por estados de conciencia que por grandes acciones o acontecimientos, al punto de ella misma extraviarse en su propia crisis de identidad como película, tratando de mantenerse a flote entre la habilidad para filmar bellamente y una cierta frialdad frente a lo que se filma. Esa distancia que tanto gusta a los europeos pues es desde allí, en una amplia tradición iconográfica no solo del cine sino de la pintura, que se ha configurado un tipo de relación –meditativa, sobria– con el paisaje. 

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La etapa más reciente de interés del cine colombiano por el campo y las personas que lo habitan se remite a cortometrajes de los primeros tiempos de la Ley de Cine como La cerca (2004)  y Xpectativa (2005). Rubén Mendoza, director del primero de ellos, decía en esos años que el campo era, para la gente de la ciudad, ese lugar al que se iba de vacaciones. Pero para la mayoría de películas que se hacen en Colombia con temas y personajes rurales, el campo es mucho más. Es la otra escena, el lugar donde ocurrieron y ocurren muchas cosas obscenas, en particular la común escena de la guerra y el despojo, y donde permanecen sus huellas, el fantasma que hay que exorcizar. 

La roya comparte un terreno común con películas recientes como Los reyes del mundo, La ciudad de las fieras, Una madre o La jauría. Y no solo por que en ellas el campo es lugar de las búsquedas, tránsitos o castigos de los personajes, sino porque en todas estas películas son jóvenes quienes intentan lidiar como mejor pueden con –en algunos casos de manera literal como en la película de Laura Mora– su “herencia”. Y son, en todos los casos, hombres, que cargan también el legado de una masculinidad en crisis, llena de preguntas y de miedos. ¿Habrá que quemarla entonces? ¿En qué rituales? ¿Qué brotará después?

La roya película

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