El libro del Pecoso

Desde aquella entrevista de 2005 con el Pecoso, cada vez que llega a mi ventana un lunes lluvioso y el ánimo está en el subsuelo, pienso en esa frase postrera que me dijo antes de subirse a su ‘jeep’.

Casi que dándole manotazos a la niebla después de bajarme del bus intermedio con destino UDCA-Cementerios, lo vislumbré ya vestido y listo para el entrenamiento, a pesar de que aún no había ni un solo carro en el parqueadero. Entonces me reconoció y me dijo que estaba esperándome para charlar. Eran las 6:01 de la mañana.

Había sido nombrado técnico de Millonarios y, por esos años, fui a la sede deportiva del club para hacerle una entrevista. Y hablar con él era un recreo, en realidad, en tiempos en los que muchos de los personajes del fútbol todavía prefieren no hablar mucho con la prensa o, también, deciden tener una charla sin ninguna clase de curva porque –y eso en ocasiones ocurre– ven al periodista como un enemigo, como un fastidio. Acordamos la cita, pero me pidió llegar muy temprano, a las seis de lamañana, por lo menos una hora antes de comenzar trabajos con sus nuevos dirigidos. Me pasé un minuto, pero no hubo reproches.

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Y ahí comenzó una de esas charlas que se tienen con pocos personajes en el fútbol porque Fernando Castro Lozada es un tipo especial, con el que da gusto sentarse a compartir visiones del fútbol y de la vida. Él, junto con hombres como, por ejemplo, Eduardo Retat y Diego Umaña, hace parte de ese núcleo de tipos futboleros con los que cualquier diálogo muta de inmediato a un recuerdo. A un recuerdo lindo.

Empezó a lloviznar y mientras las gotas que caían sobre mi cuerpo se convertían en estalactitas, al Pecoso lo abrazaban y se evaporaban. A medida que íbamos caminando y yo lentamente me iba convirtiendo en el cadáver de Jack Torrance en El resplandor, al Pecoso lo rodeaba un aura hecha de vaho.

El Pecoso Castro
El Pecoso Castro

Entonces, como para romper el hielo –de manera figurada y también literal– le pregunté por los lunes lluviosos, como ese día, que pueden conspirar contra el más optimista. Me miró y soltó una carcajada. Recuerdo que de inmediato el motor interno de su alma se encendió y me dijo que para él los días así también eran dignos de contemplación porque era estar en contacto con lo que más amaba en la vida, el “fulbo”. Y de repente interrumpió su caminata y se lanzó en clavado sobre el campo mojado, como si fuera un niño. Dio cinco o seis vueltas en el suelo empapado y me decía: “Tocar esto es mi vida”, mientras boca arriba, apuntaba sus ojos al cielo y sonreía, aferrándose con las manos a la grama. 

Nunca vi alguien que sintiera con tanto amor su profesión, más allá de los resultados. Y ojo, no había nadie alrededor, como para imaginar algún tipo de demagogia pública. 

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Recuerdo que hablamos del accidente que sufrió cuando joven, que le hizo perder unos dedos de su mano, del jalón de pelo a Husaín, de Millonarios y de toros. Me acuerdo de que me invitó a ver la práctica de cerca y que, al rato, salió el sol picante, ese que hace vender bloqueadores y que cotiza al alza la cobija de una sombra. Me despedí de él, y antes de irse y montarse en su Toyota rojo me dijo: “¿Hermano, vio que al final siempre sale el sol?”.

Ese mismo sol lo iluminó muchas veces, como cuando fue campeón con el Cali en dos ocasiones; o cuando apareció como extra con parlamento en Don Chinche; ni hablar de las innumerables anécdotas de un hombre querible, sensible y que tiene cuento, una de las carencias habituales en el discurso futbolero de estos lados del planeta.

Libro pecoso
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Por eso vale muchísimo la pena sumergirse en la lectura de Pecoso. Vida y anécdotas en el fútbol, libro escrito por Francisco Henao Bolívar y Santiago Cruz Hoyos (prólogo de Hernán Peláez Restrepo), con el fin de homenajear a partir de sus historias –algunas tan divertidas como increíbles–, a uno de los hombres más auténticos que haya pisado las canchas de nuestro país.

Desde aquella entrevista de 2005 con el Pecoso, cada vez que llega a mi ventana un lunes lluvioso y el ánimo está en el subsuelo, pienso en esa frase postrera que me dijo antes de subirse a su jeep.

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