La línea de tensión al cliente
Mientras la gente siente deseos de tirar el celular por la ventana, al otro lado de la línea hay un ejército de jóvenes sin otra opción laboral.
Algo hemos hecho mal. Algo debemos estar pagando en vida. Estamos condenados como el astuto Sísifo, quien fue sometido a empujar fallidamente una roca hasta una cima empinada.
El inframundo al que hemos sido condenados en tiempos de internet no es por burlarnos de los dioses, como lo intentó Sísifo, sino por algo más mundano: lograr una cita médica, buscar contacto con una aerolínea, solicitar orientación sobre un trámite, denunciar un robo de un celular o pedir el bloqueo de la tarjeta que acaba de ser clonada. Nos castigan por buscar la luz.
El castigo de la mitología griega ha asumido nueva forma en este siglo XXI y se llama línea de atención –de tensión— al cliente, ‘call center’, ‘contact center’ o web chat, una versión moderna de lo que antes llamaban conmutador, atendido por gente casi siempre amable.
“¿Alguno de ustedes conoce un teléfono donde conteste un ser humano en la Fundación Santa Fe de Bogotá?”, preguntó la integrante de un grupo de Whatsapp recientemente, desesperada ante la impotencia para lograr una cita para una biopsia. “Los seres humanos ya no contestan teléfonos, Magdalena. Son muy costosos para esa faena. Ahora los reemplazan los sistemas”, le respondió un amigo del grupo.
La impotencia de lograr que alguien de carne y hueso responda ha llevado a la gente a intentar atajos, como buscar un amigo o conocido en el banco o en la entidad oficial para solucionar un problema. Nuestro cerebro no está entrenado para establecer diálogos fríos con programas informáticos. Por eso la gente de más de 60 años prefiere ir a pagar las facturas de servicios al banco.
Lea, de @caobregon: Bogotá-Girardot, la ruta de la impotencia
Lograr que el sistema –el portero virtual— lo lleve por un laberinto de opciones hasta el agente del ‘call center’ es motivo de celebración, como un gol de la Selección Colombia. Significa que la persona digitó correctamente al menos ocho opciones, corrigió a tiempo el número de la cédula que casi siempre se nos va con un cero de más, y tuvo la fortuna de que no se le cayera la llamada en ese momento mágico cuando al otro lado saludan: “Buenos días, mi nombre es Leidi Restrepo. ¿En qué puedo servirle?”.
Pero eso tiene un precio: el cliente ha pasado mínimo 30 minutos oyendo comerciales o mensajes institucionales. “Estamos comprometidos con la transparencia y la honestidad”, “para nosotros usted es lo más importante. Un momento, por favor”.
La música de consultorio de la sala nos la cambiaron por mensajes martillantes. No contentos con eso, nos piden calificar el servicio al final de la llamada. Es como si pidieran propina por un rato de tortura.
Mientras la gente cae en el desespero y siente deseos de tirar el celular por la ventana, al otro lado de la línea hay una realidad. Existe un ejército de jóvenes que en su mayoría no superan los 30 años, bachilleres, técnicos, tecnólogos y universitarios –al menos 800 mil personas— que no encuentran otra opción laboral. Sus empresas han sido cuestionadas por la presión a los que los someten, los horarios, la inestabilidad laboral y los salarios que pagan. En un país donde el desempleo juvenil está por encima del 18 por ciento, los ‘call center’ deberían ocupar a más personas de este nivel, con condiciones de empleo dignas, por supuesto.
Esto es apenas un deseo.
Alguien (¿Mintic, Mintrabajo, la vicepresidenta?) tiene que hacer algo. Es urgente que nos levanten el castigo. La vida es demasiado corta como para desgastarla siguiéndole los pasos a un programa que solo entiende de opciones digitales.
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