‘Los optimistas’, el eco de lo que ya fue y no sigue siendo
‘Los optimistas’, la premiada nueva novela de la estadunidense Rebecca Makkai, recrea en casi 600 páginas la escena gay de Chicago en los años ochenta.
El año es 1985 y Yale Tishman tiene dos listas mentales. La primera consiste en los nombres de posibles mecenas que poco a poco ha sumado al tarjetero de su nuevo trabajo en la galería Briggs, en Chicago. La segunda está compuesta de los nombres de conocidos –amigos de amigos– que han contraído VIH. No se trata, por el momento, de una lista larga: en ella solo están seis personas. El virus, que para entonces ya había devastado a la comunidad gay de ciudades como Nueva York o Los Ángeles, se ha demorado en llegar al medio oeste estadounidense. Pero ese año Yale tiene que crear una tercera lista, escueta y terrible: la de los mejores amigos. Nico, la primera persona cercana que tuvo en la ciudad, acaba de morir de causas relacionadas al sida.
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Los optimistas, la bellísima nueva novela de la escritora estadounidense Rebecca Makkai, abre con una fiesta que organiza el fotógrafo Richard Campo en su casa para conmemorar la vida de Nico. Yale llega con Charlie, su novio de cuatro años, un activista controlador que hace poco había fundado un semanario queer para, entre otras cosas, abocar por el uso del condón y criticar las políticas del gobierno de Ronald Reagan. En la casa se encuentran con todos sus amigos, entre ellos Fiona, la hermana menor de Nico, una especie de Florence Nightingale que se rebeló contra sus padres y decidió cuidar a su hermano hasta el final.
Yale –introvertido, sensible, suave– decide encerrarse en un cuarto del segundo piso mientras la fiesta entera mira fotos de Nico en un proyector. Se siente abrumado. Quiere respirar un poco. Piensa en Nico, en su llegada a Chicago sin conocer a nadie. Piensa en la inesperada y repentina fragilidad de la comunidad que lo acogió. Media hora después, cuando baja para reencontrarse con todos, descubre que la fiesta ha desaparecido: la casa está vacía. Yale la recorre, confundido, revisando cada uno de los cuartos. No hay nadie. Es una escena pequeña, ominosa y fantasmal, que acompañará al lector durante las 576 páginas de la novela. ¿A dónde se han ido todos?
Los optimistas fue publicada en español este año por la editorial mexicana Sexto Piso. Es una novela ambiciosa y serena, que evita los juegos formales y el lirismo. En cambio, hace uso de un narrador sosegado, en tercera persona, para sumergirnos, con sensibilidad y un impresionante ojo al detalle, en la escena gay de Chicago de los años ochenta. Basta con leer unas pocas páginas para darse cuenta de la enorme labor de investigación de la autora, que pasó años sumergida en archivos y realizando entrevistas antes de empezar a escribirla. Makkai nos lleva a marchas y a discotecas, nos conduce a cuartos los hospitales y a velorios; nos revela, también, las muchas discusiones internas que tenía la comunidad gay del momento en torno al VIH y a las pruebas.
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A pesar de contar con docenas de personajes, muchos de ellos memorables, el ancla de la historia es Yale y su trabajo en la galería Briggs. Al comienzo de la novela, una tía abuela de Nico y de Fiona lo contacta para decirle que quiere donar una colección de pinturas y dibujos. No es, le asegura, una donación cualquiera. Son obras de artistas como Modigliani y Foujita, que ella recibió a modo de pago por posarles como modelo cuando vivió en París después de la Primera Guerra Mundial. La trama de la colección de arte, que incluye una trágica historia de amor, no solo provee intriga y un hilo conductor para la novela. También ofrece un sutil paralelo entre el París de la posguerra y el Chicago de los años ochenta; dos ciudades, al fin y al cabo, donde una comunidad en los márgenes encontró refugio y vivió envuelta en un torbellino de creatividad y precariedad.
Los optimistas también tiene una segunda trama que transcurre en 2015. En ella, una Fiona de 50 años viaja a París para rescatar a su hija, Claire, que al parecer entró a hacer parte de un culto de cristianos antitecnología. Aunque en un comienzo esos capítulos –más cortos que los de los años ochenta– parecen sacados de otra novela, Makkai poco a poco devela los hilos ocultos, entre ellos la existencia de una exposición en París de un fotógrafo de Chicago. La historia de la búsqueda de Claire es, a la vez, un tipo de aderezo literario –¿a quién no le gusta leer sobre cultos cristianos antitecnología?– al que recurre Makkai para explorar la maternidad y la psicología de Fiona, una mujer que quedó traumatizada por las pérdidas que sufrió de joven en Chicago.
Las escenas en París de alguna manera también cumplen con la función de cristalizar la vida de todos los personajes que aparecen en las partes de los años ochenta. Gracias a la existencia de la Fiona de 2015, las historias de Yale, Nico, Charlie y tantos otros se sienten más significativas. Leer los capítulos protagonizados por ellos se convierte en una experiencia íntima, casi prohibida, una especie de milagro cronológico que nos ofrece la literatura. Hacer que ellos estén al mismo tiempo tan cerca y tan lejos de nosotros es quizás el motor que potencia el libro y hace que sus casi 600 páginas no se sientan en ningún momento excesivas. Como le dice un personaje a Yale en una ocasión: “Viajar en el tiempo es fácil. Solo tienes que vivir muchos años”.
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Las dos tramas de Los optimistas –la de Chicago en los ochenta, la de París en 2015– también comparten un elemento crucial: ambas tienen una dimensión autorreferencial. No es que aludan directamente a la novela como tal, pero sí al poder del arte como una forma de hacerle frente a la desmemoria. La pintura y la fotografía –y, por supuesto, la literatura–, nos dice Makkai, tienen el poder de congelar el tiempo, de preservar el pasado y la gente que vino antes de nosotros. O, por lo menos, de permitirnos escuchar el eco de lo que ya fue y no sigue siendo.
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