Malasaña
Mis primeros días en Madrid han sido vibrantes. Llegué al célebre barrio Malasaña y durante unas semanas he podido conocer algo del trajín de sus calles largas y estrechas. Trepidante, bulliciosa, sucia y populosa son palabras que me llegan cuando trato de definir la esencia de esta parte de la ciudad.
Al verme rodeado de un gentío que parecía no tener término, en medio de la Gran Vía, que es uno de los límites del barrio, recordé el cuento de Poe. En él hay una multitud de la cual se describen los rasgos y los atavíos de transeúntes que van y vienen por las calles de una Londres donde llueve y hay niebla y vértigo y desolación.
La de Madrid, en estos días invernales, se aleja de la multitud de Poe. En el cuento quien narra se dedica a perseguir a un hombre que es como la representación del mal y del crimen. Yo, en cambio, no he perseguido a nadie. Incluso, cuando he percibido la dimensión de esa muchedumbre que se pasea con cierto aire de turistas consumistas, he preferido alejarme. Girar hacia uno de los lados y sumergirme mejor en el laberinto de Malasaña.
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Su nombre se debe a Manuela Malasaña, mártir de diecisiete años de las jornadas del 2 de mayo de 1808. Aquellas que terminarían en los fusilamientos que Goya representó en uno de sus cuadros más impresionantes. Y yo, tan inclinado a perderme en el tiempo cuando recorro estas viejas urbes europeas, creo escuchar el eco de la fusilería. Y como, además, soy de los que transitan por los lugares con mis libros amados en la cabeza, evoco las últimas escenas de El siglo de las luces de Carpentier. Al modo de una imagen ígnea veo a Sofía y a Esteban meterse de lleno, para morir luego, en el fragor de la resistencia española contra el invasor francés.
Magnífica casualidad porque Manuela Malasaña vivía en el 18 de la calle San Andrés y yo me he alojado, por unos días, a unos pasos donde la muchacha residió con sus padres hasta el día en que la asesinaron. ¡Ah!, Manuela, ¿sacrificarse por la patria cuando se es tan joven no es un triste yerro de la historia? Pero sin pretender una respuesta a mi nostalgia por la juventud y a mi rechazo por las guerras de todo tipo, termino dejándome llevar por el azar bajo el último coletazo del invierno madrileño.
Entonces me tropiezo con más gentes que caminan tras algo que ignoro, pero que no es la pesquisa de lo siniestro que tanto obsesionó a Poe. Y oigo que de los bares y los restaurantes de las plazas salen murmullos y risas para conjurar el fuerte frío. Sabiendo que antes eran quizás tahonas en las que panaderos cantaban episodios de zarzuelas amadas. O escondrijos que buscaban los perseguidores de la nefasta represión franquista. Y sonrío cuando veo que donde antes hubo un mesón, hay ahora una sex shop que rutila por su publicidad: sabemos que te mereces un buen orgasmo.
A veces doy con una calle peatonal, que puede ser Fuencarral u otra cuyo nombre he olvidado, y corroboro que estas multitudes de ahora viven rodeadas de los grandes almacenes del mercado neoliberal. Como descreo mucho del entusiasmo que generan tales compraventas, vuelvo a buscar la angostura y la sombra de esas rúas que tienen nombres que me atraen: El desengaño, La madera blanca, El pez, El barco, La ballesta, Travesía del horno de la mata.
Y mientras sigo desgranado los pasos, soy consciente de que no hay placer urbano más intenso que este de caminar sin ser agredido por el trueno de las motocicletas y la descortesía de los automovilistas (pesadillas cotidianas de las ciudades colombianas). Y respiro profundo preguntándome qué busco en estas travesías majas. No me cuesta saberlo cuando levanto los ojos. Arriba, en edificios de pocos pisos, está la sucesión de balcones entrañables y sin nadie. Y más allá el cielo, que es una proyección tramada por quien atraviesa estas estrecheces. Tan azul y transparente como la ilusión más portentosa.
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3 Comentarios
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Pablo, la descripción que haces de tus vivencias en Madrid es un breve recorrido por la historia; una vez más nos invitas a conocer y descubrir relatos llenos de asombro.
Cómo tantos otros nombres, ese debe provenir de alguna anécdota, respecto a Juan, su portador. Y como en tantas ocasiones, ese “Malasaña” debe significar distinto aquí y allá.
Magnífica descripción de tu nuevo barrio, Pablo. Lleno de alusiones inesperadas, cómo siempre que se te Lee.
Ah, y lo de las motos y los pitos, desaforados ambos, nos retrata perfectamente. Acordate y con la cédula y dos mil pesos se adquiere una por aquí. Y así nos va. Incluyendo los muertos a granel en la autopistas que, por supuesto, no les importa a los del negocio.
Gracias, Pablo.