La infidelidad de Ravel
A propósito del VI Festival Internacional de Música Clásica de Bogotá, que se llevará a cabo entre el 5 y el 9 de abril, y que celebrará la música francesa de la ‘Belle Époque’, Diego Fernando Castillo escribe este perfil sobre Maurice Ravel, uno de los grandes compositores de esa época.
Por: Diego Fernando Castillo
Una noche, al estreno de la primera función de Daphnis et Chloé, Ravel llega tarde al Teatro Châtelet. Y como no lo encuentran en el auditorio, lo buscan en el hall, por los pasillos, lo buscan hasta en los baños y, luego de las tres llamadas que anuncian el inicio del concierto, lo ven llegar en traje de gala con “un largo paquete envuelto en papel marrón”. Lo apuran para que tome su lugar, y él pregunta en qué palco se halla Misia Sert, la pianista rusa -a quien dedicará El Cisne, las Historias Naturales y La Valse-, la musa y mecenas de uno de los salones parisinos de moda de la Belle Époque, donde no sólo él y Debussy eran cuando le asiduos, sino Mallarmé y Picasso, Cocteau, Renoir, Coco Chanel y Bonnard.
Misia Sert también fue una de las modelos de Toulouse-Lautrec para el póster de la famosa revista literaria y artística la Revue Blanche en 1895. Y entonces mientras la obra arranca y Nijinsky aparece con su manada de cabras como huyendo de un friso clásico, Ravel abre el paquete y se presenta ante la señora Sert con una fantástica muñeca china. Se había perdido los primeros compases de una de sus obras maestras… compases inspirados en el gran salto lateral que Nijinsky realizaba en el ballet de El pavillón de Armida de Chepenín. Así era Ravel: detallista y afectuoso, con los gestos y gustos de un niño mimado.
Nacido en Saint Jean de Luz, y de madre vasca y padre francés, Maurice Ravel salta a la adultez no solo como un alumno de Fauré, sino como un niño también propenso al bibelotaje, un niño que ama los juegos y las miniaturas, las máquinas y el artificio. El juguete mecánico, el espantajo y dulce autómata serán una imagen siempre fija en su retina espiritual. Y lo influirán los viajes con su hermano y su padre, el ingeniero Joseph, viajes que lo entusiasman por las máquinas que encuentran, lo mismo que la exposición de París que vería en 1889.
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Su última residencia -hoy la casa-museo de Monfort l’Amaury-, donde vivió desde 1921 hasta su muerte en 1937, estaba llena de objetos y baratijas, de regalos de sus amigos. Allí en su casa, entre la debilidad por el mobiliario de estilo Luis Felipe, tenía cajas, genios de botella, vasijas, un pájaro cantor de madera, buques, lámparas y más quincallería, además de un jardín japonés con árboles enanos, los llamados colossi. Y, allí, con voz cavernosa y nasal, como un mago, recibía a la gente y le mostraba sus falsificaciones griegas y chinas, y un cuadro de la sala, aquel ‘raro’ Monticelli, decía zalamero, para luego confesar que era una imitación.
Solo habría faltado que, semejante a la mansión de Martial Canterel, el personaje de Locus Solus, la novela de Raymond Roussel, quien nació y murió casi en los mismos años, Ravel tuviese los mismos inventos y máquinas solteras en su casa: la cabeza en conserva de Dantón, un gato sin pelo, un mosaico de dientes en forma de martinete, un diamante de cristal con agua donde flota una bailarina y, lo mejor, una galería acristalada con ocho escenas donde los actores muertos son reanimados con resurrectina para que proyecten el incidente más importante de su vida.
Pero no tan distinto al personaje de Roussell, Maurice Ravel era sentimental y mentiroso, y siempre aspiró a ser más lo segundo que lo primero: la mentira le parecía más artística, porque conocía su oficio de compositor como un “relojero suizo”, según Stravinsky. Pero también era “demasiado ‘hombre’ de mundo para no despreciar el mundo”. Cuando le ofrecieron la legión de honor: “qué incidente ridículo”, le escribe a Roland Manuel, “¿quién me habría hecho tal broma?” y, por supuesto, la rechaza.
Otra vez, en Monfort, llega Victoria Ocampo, que va a conocerlo para hablar con él sobre su música. Los presenta Valentine Hugo, nieta del autor de Los miserables. De sobremesa, los seis comensales se sientan en la terraza mientras llovizna; pero la rúbrica de Ravel es un desplante, mientras se toman fotos y entretiene a sus invitados con sus juguetes musicales; la ignora porque era capaz de darle la espalda a cualquier ‘excelencia’ o Madame, sin adaptarse a rangos sociales, e irse a jugar con los niños o los gatos que encontrara. La Ocampo se decepciona ante el hombre y, diez años más tarde, lo contará en el no. 40 de su revista Sur.
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Y es que Ravel parecía indiferente a su propia obra; era demasiado para él, solía evitarla. “La sinceridad es meramente una explicación, nunca una excusa”, decía Rémy de Gourmont, escritor que admiraba el compositor. Si bien la franqueza de Ravel no tenía la necesidad de demostrar aquella sinceridad al mundo. “La sinceridad no tiene valor a menos que la propia consciencia ayude a tornarla aparente”, escribe el creador del Bolero. Y su efigie corresponde en casi todos sus detalles a la definición del dandi, acuñada por Baudelaire: elegante distancia, sabio refinamiento en el vestir, horror a lo trivial. Si era discreto y leal con sus amigos, era parco, distante y callado con la gente que lo importunaba. Y gracias al aspecto, a su ingenio y gusto por las paradojas componía el mito de su ‘insensibilidad’, a pesar de un natural apasionado.
“No hace falta abrirse el pecho para demostrar que se tiene corazón”, solía decir. Con esto, sus amigos disimulaban la desilusión al ver que no podían franquear una barrera e intimar algo más. Tampoco la simpatía ni la intimidad cambiaban su modo de saludar; nada se adhería a su persona, como la gota de mercurio a través del cristal pulido. Era la aparente frialdad del dandi: tras su dosis de egoísmo se escondía la misma dosis de lealtad y emoción por sus amigos y por las ideas que elegía. Y su mirada enfermiza, de ojos grandes y tristes, taciturnos, relampagueaba en un objeto y lo examinaba largamente. Pero escéptico y aristocrático, su obsesión, aplicación e inquietud estaban elevados a la intensidad de la melancolía.
Con tez mate y rostro anguloso, Ravel era de baja estatura, apenas pasaba el metro sesenta. Pero si este rasgo le impidió entrar como piloto en la guerra, en cambio lo llevó a ser chofer de ambulancia y así estuvo a punto de morir en Verdún bajo las bombas. En cuanto a su vestimenta, si no las precedía, seguía las últimas tendencias de la moda. Se dice que en Francia fue el primero en vestir camisas color pastel y completamente de blanco. También lo veían a menudo con “canotier y mano siempre prolongada por su bastón –el bastón es a la mano lo que la sonrisa a los labios”. Y en el viaje a los Estados Unidos, su maletica azul va llena de sus cigarros Gaulois, pero las otras van más ligeras: sesenta camisas, setenta y cinco corbatas, veinte pares de zapatos y veinticinco pijamas. No llevo nada más, dicen que dijo.
Otra vez lo vemos en casa de Alma Mahler, vestido con “rutilante tafetán”. Pero el chisme de Alma es insinuante, dice que lo ve maquillado, como huésped en su casa de Viena… Sea como fuere, aquí Ravel revela el mismo juego de Casanova en el que él y una mujer intercambian sus ropas: ella lo acicala, le pinta los labios, le pone un falso lunar, incluso intercambian su ropa interior. Y la solución no es el abrazo –imposible en el espejo raveliano- sino la comedia y la máscara, el rito narcisista como un bailarín sin esfuerzo y sin pasión que busca su constelación, un espacio para el juego. Quién sabe cómo se relacionaba esa colección de miniaturas de su casa con el supuesto maquillaje en casa de Alma Mahler. Si bien la numerosidad de la miniatura, el elemento portátil del erotismo cuyo sueño se hace real en la microscopía de su aparición rodeaban en todo caso al compositor. ¿Pero dónde se instituye el Otro? ¿Cuál es la escena? No lo sabemos.
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Ahora bien, la obra de Ravel dialoga con cierta tradición, aunque jamás se adumbra bajo nombre alguno: Couperin, Mozart y Liszt, o Fauré, Rameau y Rimsky-Korsakov se diluyen en sus manos. Y ya con veinte años, originalidad y estilo se dejan sentir en sus primeras obras. “Un artista original no puede copiar”, escribió Cocteau, “así, sólo tiene que copiar para ser original”. Su madurez encuentra una voz muy rápido, “por eso en verdad no conoce ninguna evolución”, escribió Adorno. En efecto, pocos como él asumirían el dictum de la imitación con más fuerza.
A uno de sus biógrafos, su discípulo Roland Manuel, le insiste en que la posición de un compositor frente a una obra maestra es semejante a la de “un plagiario en el Louvre frente a un Tiziano o, para ser menos severo, un pintor paisajista frente a un grupo de árboles” . Un día, el discípulo le habla de su convicción de tener que comenzar conociendo su métier, y Ravel le pregunta, con ironía, qué tiene pensado hacer el resto del tiempo, agregando que se comienza aprendiendo el métier de otros y “que toda una vida no es suficiente para perfeccionar el propio”. Le advierte jamás temerle a la imitación, y agrega:
“Si no tiene nada que decir, no puede hacer nada mejor, mientras espera el silencio final, que repetir lo que se ha dicho bien. Si tiene algo que decir, eso nunca será más claramente visto como en su involuntaria infidelidad al modelo”.
Así Ravel recuerda a tantos otros creadores consanguíneos suyos en su procedimiento: a Perec, cuando confiesa las “imitaciones” de párrafos de Balzac y Flaubert; a Thomas Mann, cuando le dice a Adorno que sus cartas son casi un collage, un montaje en su Doktor Faustus; a Chateaubriand, con sus paráfrasis de la antigüedad en sus memorias; y tal vez a Borges con su Pierre Menard.
Monfort
Sus amistades lo visitaban en Monfort, y el domingo era para su hermano Edouard. Hélène Morhange, una de sus grandes amigas, cuenta que los mejores momentos se daban en Rambouillet, donde bebían un aperitivo y se ponían al día. Más que hablar con los invitados que preferían su presencia, Ravel preparaba los cocteles, alistaba el vino y los pasabocas y jugaba a la gallina ciega, como anfitrión, para terminar la fiesta en un cabaret donde tocaban jazz.
Allí Maurice vivirá feliz. Transformará su espacio y extenderá París a la Belvédère. Y si era un hombre de ciudad y acaso precisara un filtro igualmente artificial para ver, amaba la naturaleza sin la ideología del plein air. Si le creemos al diario de Jules Renard, intuimos su teúrgia. Cuando “el señor Ravel -sombrío, rico y exquisito-” le pide al escritor que vaya a escuchar sus Historias Naturales, Renard le dice cuán ignorante es en asuntos musicales y le pregunta qué podría agregarle a su texto. Él responde que no tiene “la intención de agregarles nada”. Y prosigue:
“Decir con música lo que usted dice con palabras, cuando, por ejemplo, contempla un árbol. Pienso y siento en música y me gustaría pensar y sentir lo mismo que usted. Hay una música del instinto y del sentimiento, que es la mía (debe aprenderse primero la propia técnica, por supuesto) y luego hay una música del intelecto, que es la de d’Indy. El hall estará repleto de d’Indys esta tarde. No aprueban la emoción porque no encuentran modo de explicarla. Yo pienso lo contrario.”
De este modo, en su oficio de compositor parecía faltar algo que desviase la mirada, que lo ilusionara, lo divirtiera. Hablaba a través de otro y nos obliga a percibir el mundo por vía indirecta, hablando de otra cosa. Su obra siempre buscaba la actividad desinteresada. “Mi objetivo es la perfección técnica”, dice lacónico en una carta. Ravel establecía las reglas del juego, que imponen la sumisión al objeto y la superación o creación de un obstáculo. Y si el resultado final no provenía de restricciones impuestas, Ravel recurría a la “reina de las facultades”, la imaginación: asimilaba y elaboraba, “componía” su archivo de imágenes y de signos, que se abrevian como “naturaleza”. Era su mirada, su fisiología.
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Un paseante
Durante los últimos años, Rambouillet sería el espacio preferido de sus caminatas. Jamás se perdería en ese bosque. Su vagabundeo provenía también de su exiguo hábito de caminar en París, cuando vivía en la avenida Carnot y en sus antiguas residencias. Ravel daba largos paseos con sus largos trancos. Luego de un concierto o evento dondequiera que fuese, volvía a su casa caminando, infatigable. Algunas de sus compañías pertenecían a su conocido grupo de amigos Los Apaches, cuyas tertulias ensancharían sus horizontes.
Como la mayoría de ellos, lo mismo que su devoción por Schwob y Mallarmé y por cada representación de la ópera Peleas y Melisande de Debussy, le gustaban el décimo distrito, los pequeños teatros de Belleville, las viejas puertas de Les Halles y las exposiciones de objetos. También le gustaban las calesitas, y algo estrafalario: el tabaco negro fuerte pesado en balanzas de cuerno. Solía encontrarse con el compositor y director Manuel Rosenthal en una “taberna”, cerca de la puerta Champerret, donde había muchas damas que lo saludaban y le hacían señas. Y frecuentaba un café situado en la Place de Clichy, así como el Boulevard de Strasbourg, o zonas allendes al bosque de Bologne.
Ravel vagaba y charlaba con sus amigos. Inventaban proyectos como Les Violons de Paris, idea del poeta y ensayista Leon Paul Fargue, que nació en un pequeño restaurante de la Rue Fontaine. El poeta tenía en mente un ballet donde los café chantants, las tonadas silbadas en las calles, los trinos de las muchachas y demás serían la obra. Explicaba que debía estar colmada de vida, quería recolectar y traducir la magia cotidiana de las canciones populares. Deseaba que su ballet funcionara como “una bella ráfaga contrapuntística para la desesperación”. Les Violons parecía tener una densidad semejante a la de La Valse, idea que el poeta jamás realizó. Solo soñaba con ella, la contemplaba en la lujuria del instante, la rodeaba con eso que él, burlón y serio, llamaba la belle musique de terrasse: los roncos sonidos de la calle mezclados con las melodías de las orquestas, el bullicio de los autos, las nubes errantes del cielo.
Con su humor incisivo, con la misma elegancia y claridad de sus obras, le narraba historias a Fargue, como si trazara figuras geométricas y las borrase con la gravedad litúrgica de un Pierrot. Sus juegos y miniaturas, Bizancio, Esmirna o Bagdad eran repisas y pasamanos a su alcance. Y en el último acto se resumía la trama, al modo de Ben Jonson: el caprípedo pierde su flauta en los cañaverales, el campesino voltea la moneda cuya inscripción completa la destrucción de Alba Longa; y, entre pausas y alusiones, desaparece el dios en la fuente. El timador miliunochesco se pone máscara de hermeneuta. Y si la compañía, ya exhausta, era abandonada con brusquedad, Ravel proseguía solo, con destino incierto para sí mismo, en su incesante noctambulismo.
Pero muchos de sus paseos buscaban algo más. Que, en realidad, su errancia se asemeje a los paseos de Nietzsche en Sils-María, a los de Rousseau en sus meditaciones, o a los de Walser por los pueblos o a los de Plinio el Joven a través del bosque en su villa de Toscana, entre tantos otros que, según parece, jugaban a la ‘caza’, es casi baladí. Pues lo mismo que Plinio el Joven aconsejaba a Tácito, al decirle que cuando fuese de cacería a las afueras de Roma en vez de venablo y dardos no solo llevara la panera y el vino, sino las tablillas de cera para cazar sus jabalíes con el pensamiento, Ravel estimulaba su espíritu creativo con sus largas caminatas. Así comprobaba que, al igual que Diana, también Minerva vagaba por los montes y la ciudad, cargada de ideas. Puesto que el humus, la gestación de cada obra era lentísima, podía durar meses, años, pero la obtención de la forma muy rápida.
“Puedo confiarle que jamás muestro una obra hasta que me siento seguro de que he hecho todo lo posible y no podría mejorar ya en ella ningún detalle”, le dijo un día a Calvocoressi.
Y encapsulado en sí mismo en su errancia, estaba a punto de entregar un manuscrito a sus editores, aunque jamás lo vieron componer. Ni siquiera Stravinsky lo vio en Clarens, donde orquestaron juntos los pasajes perdidos de la ópera Khovanschina, de Mussorgsky, para Diaghilev. Componía en secreto, casi por milagro, como le gustaba casi todo, puesto que nadie vio jamás sus huellas: ni en su piano ni en su escritorio, menos aún en sus borradores previos. El mago Ravel escamoteaba el mecanismo y seguía la suregencia de Cocteau: “meter un conejo en un sombrero y sacar después una jaula”. Empero el mago sí permitía que lo vieran orquestar, entre el piano y el escritorio y las partituras y los libros. Debussy lo llamará “un bromista, un faquir encantador, que puede hacer surgir flores de una silla”.
Sin embargo, ya desde la época de la guerra, tras la muerte de su madre, vendrán sus inquietudes, y entonces compone menos: la herida de la vigilia se niega a tornarse cicatriz del sueño. Y, casi como un faquir, vive en su casa en compañía del viaje y del trabajo, de los gatos y de aquel dios del insomnio, de la melancólica obsesión creadora. Las giras y compromisos interrumpen su aislamiento de la Belvedere y de Saint-Jean-de-Luz. Si no puede dormir, trabaja incansable, se vuelve un ‘Tesorero de la noche’, como el Gizbar persa de su Gaspard de la nuit. Y cuando no puede trabajar en el día, sale a caminar por su bosque. Allí vaga incansable, se retira en alpestre soledad, cavila sobre temas y asuntos que no han tomado cuerpo completamente. Recorre kilómetros para hallar cierta planta que le ha gustado por las estrías rojizas de sus hojas, o un estanque cuyas aguas plomizas le confieren un reflejo verdoso al azul del cielo. “¿Cuáles eran sus temores? ¿Qué dolor alimentaba?”, preguntaba su gran amiga pianista M. Long.
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Las aguas del Leteo
Pero la voltereta de ciento ochenta grados vino en 1932, en el cruce de la rue d’Athènes, París, una noche de octubre, a la una de la mañana. El precedente de su bajonazo de salud es la fatiga residual de la gira que había hecho en los Estados Unidos visitando 25 ciudades durante cuatro meses y tocando el piano no solo como solista sino acompañando con este sus propias canciones. La fatiga se enquista, se desarrolla. Hoy podemos imaginar los pormenores de aquella voltereta -Jean Delfini, de tez colorada y gorra pálida, desciende en su taxi Delahaye 109, con un cliente, por la rue d’Amsterdam– pero la escena del accidente, el plano general, es irrecuperable: en el cruce, otro taxi Renault Celtaquatre realiza la cabriola preestablecida para el choque.
Lo conduce Henri Lacep, de tez amarilla y gorra de cuadros. La hoja interior del taxi se parte y se duplica, y, aunque no logra partir en dos a Ravel, sí le hunde tres costillas, le rompe tres dientes y le desgarra su rostro con algunas esquirlas del cristal. Durante los tres meses siguientes lo tratan, lo curan y lo vendan. Pero comienza a hablar poco: su mente se eclipsa, su pensamiento no se desarrolla como siempre. Y como siempre, al despertar le llevan Le Populaire, periódico socialista anti-guerra, pero ahora apenas lo hojea. Al fin y al cabo, es normal ese ánimo después de semejante choque, suponen los médicos; ya se le pasará, es cuestión de esperar.
Un día Ravel se lleva un cigarrillo a la boca por el extremo encendido. ¡Es una broma!, dice a sus amigos: miedo y milagro giran su destino. ¡Qué magias postrimeras! Olvidar lo inolvidable y escabullirse a tientas. Otro día el tenedor llega a la boca por el revés, los hechos son ambiguos silogismos. Entonces vienen los síntomas del año siguiente. La salud de Ravel se deteriora, pero la tragedia que padece es peor. Comienza a olvidar el nombre de sus allegados, las palabras no acuden. Mientras descansa en St. Jean-de-Luz, lugar ancestral que imaginaba en su niñez por las canciones folclóricas que su mamá le cantaba, se ve incapaz de coordinar sus movimientos al nadar y siente inusual dificultad al leer y escribir. Se hablará de ataxia, la inhabilidad de coordinar voluntariamente los movimientos musculares, y de una moderada afasia de Wernicke, o sea la dificultad al hablar y la pérdida parcial de la memoria.
Los largos periodos de reposo y las vacaciones en el extranjero no alcanzan a detener el malestar que le impide trasladar al papel sus ideas musicales. También pierde el tacto, su cuerpo ya no responde. Protagonista y espectador de su caída, se da cuenta de todo: ahora vive en un cuerpo extraño. A veces tiene la sensación de que flota y se aleja de los hombres y de la tierra. A medida que las contempla, las personas se achican alrededor y las palabras le llegan desde muy lejos: desaparecen como eco indiferente, se deshacen como hongos podridos, como signos en herrumbre. Entonces comienza a perderse en los demás y en sí mismo. Comienza a olvidar el nombre de más personas y de todas las cosas, como si aquellas palabras, aquellos nombres, hubieran sido arrancados del cielorraso de los arquetipos.
“Hay todavía mucha música en mi cabeza”, le dice llorando a su amiga Hèlene, una tarde, consciente de su enfermedad, luego de una interpretación de su Daphnis. Y a medida que su propia cotidianidad se hace más dolorosa, ‘la obra de arte’ se va alejando de él, y el único consuelo es la naturaleza, su querido bosque de Rambouillet, donde camina a diario. A veces pasa horas sentado en una butaca, en su balcón de Monfort, la mirada perdida en el valle cuya vista le llevó a escoger aquella casa. Y cuando Hélène le pregunta qué hace, él responde: espero.
Pero del todo imprevisto, antes del caos y del punto final en la última página de su vida –aquella hoja en blanco de su mente- hay un breve paréntesis, un feliz entreacto en cuya escenografía solo el desierto es artificial: su último viaje con su amigo Leyritz. Ravel busca el reposo, la mejoría, ahora se encuentra en Marrakesch. Visita la Mellah y ve una mujer tras una celosía, ve dos, tres mujeres más, hay un misterio en los gestos que realizan. Visita las tumbas Saadíes, camina por los Suks, por los jardines de La Menara. Camina entre especias y vestidos, entre alfombras, pieles y vajillas. Durante semanas recorre los zocos; y parece que su salud se repone, se siente en su propio elemento.
“Si compusiera algo árabe, sería más árabe que todo esto”, dice. Entonces entre voces de ciegos y morabitos, entre azoteas vacías y casas silenciosas, entre camellos, cuentistas y escribientes recobra la esperanza, la creatividad. Un día escucha el lamento del almuédano. El siguiente camina hasta la mezquita Kutubía. Y otro día sale y, por entre un mar de bicicletas, flamea y se abre paso el lejano silbido de un hombre: un telegrafista se alejaba. Y dicen que silbaba el Bolero. Pero Ravel se molesta y le da la espalda; tuerce la boca. Acaso piensa que es el óbolo que paga para montar dos veces la barca de Caronte. O quizá es la ironía del futuro para componer el pasado. “Escribí solo una obra maestra: ‘Bolero’”, le dijo a Honegger, “pero desgraciadamente no hay música en ella”. Y el colega no supo si debía reírse.
Pero como su enfermedad continuó, un famoso neurocirujano absolutamente digno de confianza propuso una cirugía cerebral. Así sus allegados celebraron consejo varias veces y aprobaron la intervención. Y luego de raparle el cráneo y de ser el primero en sonreír por el imprevisto parecido con Lawrence de Arabia, se realiza la operación, aunque no encuentran tumor alguno. La atrofia cerebral parecía irreversible. Transcurre un tiempo y entonces Ravel pide ver a una señora: le traen a Helène, le traen a Ida Rubinstein, le traen a Marguerite Long. Pero, como un niño que tiene los ojos bajos, Ravel dice que no. No, en voz baja, casi en sordina. Y no saben a qué señora busca. Tras un tiempo, al fin comprenden y llaman a su ángel guardián, su ama de llaves, Madame Révelot. Y entonces Ravel al fin se duerme.
Las palabras de Stravinsky sobre la muerte de Ravel son elocuentes, acaso indulgentes, con un tinte de ironía, de funérea altivez, cuando lo recuerda en una conversación con Robert Craft: “me parece que, cuando ingresó al hospital para su última operación, Ravel sabía que dormiría para siempre. Me dijo: “Pueden hacer lo que quieran con mi cráneo mientras el éter actúe”. Pero no actuó, y el pobre hombre sintió la incisión. No lo visité en ese hospital y la última imagen que me queda de él fue en la funeraria. Gogol murió gritando y Diaghilev murió riendo (y cantando La Bohème, ópera que en verdad amaba tanto como cualquier otra música). Ravel murió de a poco. Es la peor forma de morir”.
Puede ver la programación y comprar las entradas para los conciertos del VI Festival Internacional de Música Clásica de Bogotá, aquí.
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5 Comentarios
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Hola Diego.
Que linda recreación.
Saludos
Excelente trabajo documental Diego, felicitaciones. No sé como obtuviste tanto detallle que desconocía, pues lo que uno sabe es casi nada cuando comparado al lujo de tu relato. El hecho es que están aqui y muy bien escritos!. Abrazo!
Bellísimo texto con un alto nivel de escritura, referentes y sensibilidad. ¡Muy recomendado!
Muy, muy interesante ! Apprendì bastante, aùnque Ravel es uno de mis compositires queridos : por mi el y Prokofiev son los dos màs grandes compositores de la primera mitad del siglo veinte, quizas de todo este siglo.
Muchas Gracias a Martha Suzana por compartecir el articulo !