Bomba explosiva

Nada frustra más que ser testigo de un partido malo. O uno que no deje goles en la pizarra porque un poco la excusa que existe en ese rito hermoso que es ir a un estadio de fútbol es el de conocer su interior, sin duda para aquellos fetichistas de los lugares como yo, pero además es que la idea del juego es contar con la posibilidad de hacer un desahogo de esos que sacan el alma por un instante de nuestro cuerpo.

Y el estadio Education City de Doha era un nombre más en la lista. El exterior, limpio, recién remodelado, con letreros que hacen que sea imposible perderse, lleno de voluntarios FIFA capaces de resolver cualquier duda y que además tiene como gerente para esta Copa del Mundo a uno de los nuestros, el colombiano Juan Felipe Mejía, que ha llevado a cabo una gran labor en este lugar ante la responsabilidad manifiesta.

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Iba a ser el escenario ideal para conseguir esa catarsis porque, además, en campo iban a estar Uruguay y Corea del Sur: por un lado Luis Suárez, mirando hacia el crepúsculo de una carrera exitosísima y con el aliento vivo para seguir taladrando redes y del otro lado Heung Min Son, el malabarista de la banda que cada domingo de Premier League nos llama a la reflexión de la técnica individual por sus maravillosas ejecuciones en el Tottenham Hotspur.

¿Qué podía fallar en la receta? Nada. Al menos en el previo. La cosa es que la desenvoltura del encuentro no distó mucho de cierto nivel promedio que hemos visto en esta Copa del Mundo tan lejana, tan extraña y tan particular.

Dos remates en los palos provenientes de un par de andanadas uruguayas y un remate ceñido que se fue cerca de la portería de Rochet resultaron ser el magro balance de un duelo que ya había tenido en su momento una definición épica en Italia 90: Uruguay, listo para cantar su eliminación en el minuto 90 de la copa italiana, se metió a octavos de final con un cabezazo al piso del entonces juvenil Daniel Fonseca. Acá, en este partido, nunca hubo un Fonseca que ayudara a salir del marasmo.

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Al final una multitud se empezó a agolpar hacia el camino que conduce a la estación de metro que lleva el mismo nombre del estadio. Había coreanos, uruguayos, mexicanos, galeses que anduvieron por las tribunas, así como también particulares fanáticos locales que extrañamente estaban envueltos en la bandera de Corea, avivando el rumor de que hay hinchas que no lo son tanto apoyando un torneo que se ha destacado por dejar muchas sillas vacías en las graderías.

Y ahí, en el paso lento que confiere el orden para que la muchedumbre no se salga de la raya y se produzca una estampida, allí, en el instante en el que el reloj empieza a ser el compañero de travesía más odiado porque el tiempo parece no alcanzar nunca, allí, en ese lugar que nos transferirá a todos para nuestras vidas, emergió una furibunda fetidez de quien seguro se le pasó la mano en el comino a la hora del almuerzo.

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La cobija odorífica nos cubrió con impotencia a todos los que estábamos ubicados en ese sector específico y la rabia interna: ¿Por qué demonios alguien lanza un pedo en medio de una multitud? ¿Qué clase de corazón alberga semejante maldad? La impunidad del barullo humano no lo transformará en inocente, para nada. 

Algún día me encontraré a ese cruel perpetrador y le diré tres verdades en la cara.

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