Negaciones

En estos días he vuelto a pensar en los mecanismos que activamos para cancelar las dimensiones más perturbadoras de una realidad, que nos demuestra -a veces incluso de manera patente y continua- sus rastros más inquietantes y en algunos casos dolorosos.

Por supuesto que no pierdo de vista la necesidad de suspender, fugarse y alterar lo que resulta doloroso y desgarrador. No puedo recordar, en cada minuto de mi existencia, todo el horror que atraviesa -en múltiples capas históricas- a un país como Colombia, si es que pudiera hacerlo, porque simplemente se me haría imposible existir, e incluso impulsar acciones críticas para cuestionar las condiciones de ese horror. El deseo y su fuerza creadora requieren de esas fracturas de la conciencia.

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Tampoco me refiero meramente a los negacionismos descarados que pretenden borrar o manipular ciertos acontecimientos incontestables. Aludo a actitudes más cotidianas con las que estos negacionismos juegan, y que también suponen. Podríamos pensar para ilustrarlo en la reciente y popular película Don’t look up: la lógica de acumulación y su tendencia a lucrarse de todo lo que pueda ser aprovechable, sin importar cuánta destrucción cueste, se sirve de la ansiedad que produce confrontarse con lo desgarrador -más si parece inimaginable- para vender deseos de normalidad, que permiten preservarla y reforzarla: “tranquilos todo sigue como ha sido, sigan consumiendo y gozando, el desastre es un delirio”. Diversos tipos de negacionismo, incluido el climático, se alimentan de estos deseos de normalidad.

Sabemos que en Colombia se ha normalizado la violencia, es un lugar común decirlo. Pero no creo que esto simplemente se deba a la indiferencia que produce el acostumbramiento por la repetición. Si pensamos, por ejemplo, en la compleja historia del conflicto armado en el país el punto crucial es considerar cómo la violencia ha sido presentada, narrada y justificada en medios de información, discursos públicos e instituciones sociales, que han terminado legitimando sus manifestaciones más persistentes y estructurales. El deseo de normalidad se ha vinculado aquí con la aceptación del horror para preservar cierto orden social.

Son además manifestaciones que se han desplegado -y dejado huellas- en muy diversos niveles, devastando tejidos sociales, intoxicando los cuerpos, el ambiente, las atmósferas, reproduciéndose en redes de poder gremiales, políticas, militares, paraestatales, mafiosas y legalizadas, que han acumulado así su riqueza y acentuado condiciones de desigualdad. Esto es algo bien sabido, aunque -como lo recordó Mancuso esta semana- “la sociedad colombiana no ha llegado a imaginar” los alcances de tales redes y sus efectos.

En un artículo de hace unos días, Francisco Gutiérrez Sanín retomaba esas palabras de Mancuso y concluía que “el horizonte de imaginación política” en el país ha quedado “bloqueado”. Como lo he argumentado en otros lugares, concuerdo con el diagnóstico, aunque no creo que pueda considerarse un efecto homogéneo y generalizable, como seguramente lo sabe Gutiérrez Sanín. Quienes han vivido en las zonas más golpeadas por el conflicto armado se relacionan de manera muy distinta con sus secuelas a como puede hacerlo un habitante de clase media de Bogotá, y obviamente esto condiciona también su memoria y lo que les resulta imaginable.

La imaginación política nos permite situarnos en un mundo que compartimos con otros, abrir escenarios de lo posible, acercar lo que parece lejano y distanciar lo que se ha vuelto muy familiar; nos conecta con el espesor de historias que atraviesan un mundo habitado, y nos vincula con su materialidad, con lo que significa vivirlo, padecerlo corporalmente y lo que esto puede implicar para otros, con quienes guardamos relación; nos lleva más allá de nosotros mismos y de lo que hemos sido, permite una sensibilidad frente a lo ajeno, y heterogéneo, y un interés por lo que no ha sido pero eventualmente podría ser; también por lo que ha quedado fallido y frustrado.

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El trabajo de la imaginación requiere entonces de una apertura sensorial y de una movilidad afectiva. Capacidades que son bloqueadas por la lógica de acumulación, y su conversión de todo en algo explotable; su anclaje en un yo auto-referido, sometido por el deseo de propiedad y de apropiar, así como por visiones del desarrollo que han justificado una y otra vez las más violentas condiciones de desigualdad, a la vez que han ido cerrando la sensibilidad para asumir todos los daños corporales y ecológicos que el progreso ha venido dejando.

No se trata entonces de darnos golpes de pecho y de culpabilizar al ciudadano del común que no hace nada frente a lo que se reitera. Se trata de cuestionar, como se pueda, las diversas instituciones políticas y sociales que han legalizado y normalizado, en discursos de crecimiento y de orden social, tantas violencias contra los cuerpos y los territorios.

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