¡No robarás! De matar… charlémoslo

“En este ángulo de la Tierra robar es malo, pero de matar… hay que charlar”.

‘Abudinear’ es el verbo que aprendió Colombia entera a partir del robo de 70.000 millones de pesos que estaban destinados a llevar internet a escuelas de zonas remotas del país (claro que, si definimos remoto por la falta de Internet, vivimos en un país remoto), y que nunca llegaron porque se quedaron en bolsillos de corruptos a quienes se definió bajo la expresión inspirada por el apellido de la exministra Karen Abudinen.

Este país, entonces, se llenó la boca pronunciando el nuevo verbo que se dice con gusto porque define y castiga, merecidamente, a la jefe de la cartera de comunicaciones, no porque se haya probado que ella se quedó con algún peso de ese robo, sino porque era y será por siempre la responsable del manejo de esa fortuna.

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Técnicamente, no se puede hablar de pruebas contra la ministra, de cuyo apellido la opinión pública se adueñó para definir y condenar el delito; pero lo cierto es que a ella y a su familia les toca vivir el extenso porvenir con la hartera o vergüenza de que el ilustre apellido de algún patriarca inmigrante que hizo fortuna en la costa se transformara en sinónimo de uno de los delitos cancerígenos que cunde en Colombia y en el mundo: la corrupción.

Las casi 50 millones de personas que habitan entre estas fronteras nos enteramos y condenamos la gestión de aquella tristemente célebre ministra, pero, cosa curiosa, no pasa lo mismo con el nombre de un presunto (igual, Abudinen sigue siendo presunta) asesino, criminal, carnicero, degenerado, depravado, denominado general Mario Montoya Uribe.

El carnicero de Uribe, como un ángel de la muerte, llevó a cientos de familias desprotegidas de Colombia a la tragedia de vivir con el dolor del asesinato de hijos e hijas inocentes que tuvieron la desgracia de toparse en el camino de las órdenes impartidas por el Adolf Eichmann de Uribe Vélez. 

En el mundo de mis sueños, robarse 70.000 millones de cualquiera que sea la moneda, de un erario, es un hecho agresivo e intolerable en cualquier tipo de organización social.

En Colombia, a pesar de que desfalcar al Estado sucede todos los días del año, el robo de los recursos es masivamente repudiado por la opinión calificada y la no calificada.

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A los políticos criollos se les persigue por cuenta de su mala conducta en el manejo de las arcas de todos: celebramos el encarcelamiento de un Samuel Moreno, con todo y que tenga privilegios de preso estrato seis; Andrés Felipe Arias es repudiado por la maza que entendió que este ministro de Uribe se hizo a dineros públicos para favorecerse a sí mismo y a sus amigos.

Es decir que, a pesar de que al momento de sufragar el colombiano no resplandece por su buen criterio, sí tiene claro que el raponazo a las finanzas públicas es un hecho repudiable y, sin hacer nada proactivo para evitarlo, ciertamente lo critica y lo condena.

En cambio, con la vida, en Colombia el asunto es completamente distinto. 

En periodo de elecciones, por ejemplo, el respeto a la vida no es tema de campaña; se da por sentado y, por lo mismo, no se menciona, a pesar de que, durante los pasados veinte años, los asesinatos producidos por el Gobierno y sus fuerzas armadas superan cifras espeluznantes, comparables con el Holocausto judío o con las dictaduras chilena y argentina.  Ya estamos “joches” (retrasados, en jerga militar) para acuñar el verbo ‘montoyear’.

‘Montoyear’ sería la palabra exacta para significar depravación, crimen y asesinato. ‘Montoyear’ debería ser la expresión castiza para identificar las acciones que trajeron, por lo menos, 6.402 cadáveres a hogares desprotegidos de Colombia. ‘Montoyear’ tiene que emparejarse con sinónimos como ‘turbayear’, en alusión al régimen de Julio César Turbay, que tanta sangre cobró a los movimientos opositores; o ‘pastranear’. Ahora que, haciendo cuentas, se sabe que estuvo cómodo con esos asesinatos de estado mal llamados ‘falsos positivos’.

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¡Pero, no! En este ángulo de la Tierra robar es malo, pero de matar… hay que charlar. De hecho, el de los 6.402 muertos trivializó las tragedias con la infausta frase de que “no estarían recogiendo café”.

Los seguidores de Uribe —algunos, gente honrada, seguramente— no se robarían un peso, pero cuando se trata de las víctimas del Estado, cambian el tema o se remiten a situaciones estrafalarias mencionadas en la Biblia, en pasajes en que los hoy santos, como David, usaron el asesinato y las masacres para argumento de su guerra santa.

En Colombia no hay salida porque en Colombia la vida no se respeta.

Aquí, un asesino como Montoya podrá ser encarcelado, pero existe la probabilidad de que no sea condenado, y él lo sabe. Por eso, a pesar de los abominables delitos imputados, su altanería y grosería se afianzan en el respaldo que soterrada y no tan soterradamente recibe de sectores y personas que, como la tal Cabal, filtran discursos ramplones de sangre y fuego en los estrados del Congreso.

Ya lo dijo aquella heroica señora que le juró al (presunto) asesino Montoya que a ella le iba a sobrar vida para que él pagara el asesinato de su hijita de trece años.

“¡Te va a hacer falta vida, y a mí me va a sobrar, para que me compruebes que mi hija es una guerrillera!”

Madre de niña presentada falsamente como baja en combate.

Les han de faltar siglos a los partidarios del uribismo, y a Uribe y sus secuaces, para pagar la sangre que han hecho correr en Colombia, amparados en la majestad, ya prostituida, del Estado.

Ribete: ¿Qué tal la de Petro cuando, en la entrevista para Cambio, dice que él se pone en el lugar de lo que le pasó a su hijo y relata el drama melodramático de una traición romántica? ¿De verdad ese fue lo que le pasó Nicolás Petro? Y yo, todo confundido, porque a mí me pareció que a él no le pasó nada. Nicolás Petro hizo cosas que tuvieron consecuencias, ¿o no?

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