“No seas demasiado predecible”

Uno de los miles de preceptos del budismo es este: “No seas demasiado predecible”. Me encanta ese precepto. Lo cumpliría siempre si pudiera, porque me parece que es la ausencia misma de preceptos. Porque no ser predecible, que no es lo mismo que ser caótico o poco confiable, ni tiene nada que ver con la falsa extrañeza y la falsa impresión de sorpresa que ofrece lo extravagante, es señal de que algo pasa en ti todo el tiempo. Algo pasa a través de ti continuamente y te transforma y te renueva siempre. Lo pienso mucho últimamente. Cómo renovarnos, dónde está la fuente, qué hacer para no imitarnos y no repetirnos a nosotros mismos, para no ser un puñado de hábitos y habilidades y palabras y expresiones aprendidas que se suceden mecánicamente, que los demás pueden siempre anticipar y predecir; qué hacer para nacer un poquito dentro de la pasión y la intensidad y la continuidad con la que nos hemos dedicado a hacer más o menos bien solo un par de cosas, porque muchas tampoco podemos. 

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¿De dónde viene la posibilidad, si es que existe en la vida que tenemos, de renovarnos siempre? He estado pensando, de manera más o menos concreta, que tenemos dos fuentes de renovación siempre cerca: la naturaleza, aún en la ciudad, en donde siempre hay un árbol y está el cielo; y los otros. 

Veo la naturaleza y veo que ella no se renueva más que siendo siempre. Es muy extraño. Veo que el sol no nos cansa, que de él brota la fuente misma de renovación que es cada día. Veo que en las hojas de los árboles está siempre el comienzo, incluso en las que caen, porque en ellas está el movimiento, como en las nubes, que siempre son, en la ciudad o no, un buen lugar para llevar los ojos cuando están cansados.

“Los otros” son los amigos y los desconocidos, las personas que amamos, y también los animales que tenemos cerca o los que podemos imaginar escapando, extinguiéndose, viviendo y sobreviviendo en lo salvaje, que es lo último que dejará de existir. Los otros pueden visitarnos en carne y hueso o en los sueños, con sus palabras y su voz, o en las imágenes increíbles de nuestras pantallas. Los otros pueden estar vivos o estar muertos, y son también ese torrente de vida que no muere: la música, la poesía, el pensamiento. 

Es muy extraño. Veo que el sol no nos cansa, que de él brota la fuente misma de renovación que es cada día”.

Por lo general, siempre que buscamos renovarnos nos movemos hacia lo complejo: saber más, leer más, hacer más cosas, hacerlas de una manera rebuscada o absurda, como si en la complejidad de la experiencia y en la multiplicación incesante de lo diverso estuviera la posibilidad de renovarnos. Y creo que la experiencia, al menos la mía, ha sido que ese es justamente el camino contrario, que saber y hacer y decir muchas cosas no nos renueva, sino que nos lleva directamente al agotamiento. 

Nada nuevo hay bajo el sol, dice la sabiduría dolorosa del Eclesiastés. Pero, ¿y el sol? La imaginación más potente es la que se pone en movimiento ante lo simple: el sol y el día, la noche que lo piensa. No creo que los monjes que inventaron el magnífico precepto de “no seas demasiado predecible” hicieran mucho: pasaban buena parte del día sentados contemplando los movimientos más o menos transparentes, más o menos tormentosos de sus propias mentes.

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Así que renovar puede querer también decir olvidar, perder, soltar, simplificar. Hacer huecos cada vez más grandes entre un pensamiento y el siguiente, entre una y otra de las palabras o emociones o imágenes que corren o caen libremente en nuestras mentes. Así se deshará un poco lo ya hecho. Lo que ya hemos repetido antes muchas veces y en lo que ya no creemos. Y a lo mejor, esto lo pienso solo ahora, escribiendo, la verdadera renovación puede ser silenciosa, una pura música que a veces oímos dentro, sin explicación ni énfasis, una variación interior a la que solo es sensible la luz que cada día nos espera y nos contempla.

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