Olaya Herrera y su inmensa historia de popularidad
Luego de medio siglo de hegemonía conservadora, el 9 de febrero de 1930 el partido Liberal ganó las elecciones presidenciales con su candidato Enrique Olaya Herrera. Los vientos de modernización de los años veinte se dejaron sentir con transformaciones sociales, económicas y culturales que contribuyeron a cambiar un país más urbanizado, más cosmopolita, que recibía los beneficios de la economía cafetera en plena expansión que contribuía de manera sustancial a impulsar la modernización. Pero hacía falta una correspondiente cuota de modernidad y esto es lo que se expresó en las elecciones presidenciales de 1930.
La coyuntura política fue interpretada por Alfonso López Pumarejo como una oportunidad para poner fin a la república conservadora. Apoyada por la radio y empleando la aviación, novedades de ese momento, la candidatura de Olaya se inscribió el 22 de enero y se enfrentó al partido conservador dividido, cosa que facilitó el triunfo liberal.
No menos importante fue la muerte de monseñor Herrera Restrepo, acaecida en 1928, quien había dictado la suerte de la carrera presidencial en el partido Conservador, en especial, la selección del candidato para la presidencia en 1926 expresó el talante de este prelado, quien escogió a Miguel Abadía sin siquiera hablar con los dirigentes del partido, ni con los candidatos en disputa, incluyendo al elegido.
El sucesor de Herrera, monseñor Perdomo, sin la autoridad de su predecesor ni su trayectoria como tutor ideológico del conservatismo, participó en el proceso de sucesión presidencial en 1929, pero lleno de dudas y dando bandazos en el apoyo a uno y otro candidato. El resultado fue la división entre Vásquez Cobo y el poeta Guillermo Valencia.
Relacionado: La posesión de Enrique Olaya Herrera: historia de una fiesta popular
Las dudas del prelado, la división del partido hegemónico, la modernización del país y la sagacidad política de López Pumarejo, dirigente del liberalismo, fueron los factores coyunturales que produjeron el fin de la república conservadora. En las estructuras, encontramos que el país vivía, como ya lo señalamos, una acelerada modernización, pero una retardada modernidad y esta dislocación se dejaba sentir en la vida nacional.
En el mundo del trabajo esto se sentía con fuerza en las ciudades con huelgas y protestas, mientras que en el campo con el surgimiento de las Ligas Campesinas. Es entonces cuando se sucede la masacre de las bananeras en diciembre de 1928, en Ciénaga, evento trágico que fue aprovechado por un joven abogado Jorge Eliécer Gaitán, quien organizó varios debates y se encargó de denunciar las políticas del gobierno conservador, debates muy publicitados.
Enrique Olaya Herrera (Guateque 1880-Roma 1937) llevaba 30 años de militancia en el partido Liberal y se había iniciado como combatiente en la guerra de los Mil Días. Este periodista ocupó varios cargos en los gobiernos conservadores. Su triunfo en las elecciones del 9 de febrero de 1930 dio inicio a la segunda República Liberal (1930-1946). Este suceso provocó manifestaciones de júbilo en muchas ciudades, donde las muchedumbres urbanas llenaron las calles y plazas con expresiones festivas.
Así, su posesión presidencial, sucedida el 7 de agosto de 1930, trascendía el hecho del relevo presidencial y se convirtió en un evento de singular importancia para el liberalismo. En Bogotá, la posesión de Olaya convocó a una gigantesca multitud que abarrotó la Plaza de Bolívar y las calles aledañas, exultante por el regreso del liberalismo al poder. El sentimiento de que se estaba cerrando un capítulo de la historia de Colombia y que se iniciaba uno nuevo era generalizado.
Lea también: “Francia Márquez es un cambio de timón en la historia política colombiana”: José Antonio Figueroa
El mono Olaya, alto, de porte elegante y semblante serio desfiló en medio de la multitud como símbolo de la esperanza de un cambio y de una altísima popularidad, la misma que lo acompañó en su presidencia hasta su temprana muerte.
No la tenía fácil el primer presidente de esta Segunda República liberal. Su gobierno comenzaba en medio de la crisis del Treinta, profunda depresión mundial que trastocó de manera dura la economía nacional, los movimientos sociales, en fin, toda la vida del país, además de la guerra con el Perú (1932-1933).
Pero, como si esto no fuera suficiente, la derrota conservadora generó reacciones violentas en el Norte de Santander y en Güicán, Boyacá, territorio de chulavitas.
Con Olaya se iniciaba la sutura del bache entre la modernidad y la modernización y, también, gran paradoja, la Violencia empezaba como una manifestación de que los intentos de cerrar esta fisura se hacían con sangre.
Con él se iniciaba la esperanza del cambio y nacía la Violencia. Gran paradoja en la historia contemporánea colombiana.
A pesar de los vientos contrarios, Olaya fue un presidente de gran popularidad. No perdió las simpatías del pueblo a tal punto que cuando finaliza el gobierno de López Pumarejo (1934-1938), su nombre se propuso como candidato para el siguiente período. Sin embargo, murió en 1937 siendo embajador en Roma. El traslado de su cadáver hasta Bogotá duró 4 meses, y cuando llegó el féretro a Buenaventura, el tránsito de éste hasta la capital fue un evento que convocó grandes multitudes que paraban el paso del tren para presentar sus condolencias. No se registran manifestaciones similares en la historia contemporánea de Colombia, prueba de la popularidad que gozaba Olaya.
Gabriel García Márquez recomendaba, en sus consejos a los periodistas, la lectura del libro de William Manchester Muerte de un presidente como un ejemplo de buena crónica. Allí, en algún capítulo se describen escenas del viaje del féretro de J. Kennedy y las manifestaciones espontáneas de las gentes que salen a rendir un tributo póstumo. El viaje del féretro de Olaya no ha merecido un registro similar, pero las fotografías de las manifestaciones muestran que su muerte fue sentida en grado sumo en el país. Como lo fue su posesión.
Siga con: La curiosa reducción de golpes contra vuelos mafiosos en el gobierno de Iván Duque
3 Comentarios
Deja un comentario
¿Hasta qué punto puede considerarse “paradójico” esperanza de cambio y (recrudecimiento, es decir: reanudación) inicio de la Violencia godo-clerical?
El efecto del régimen presidencialista colombiano parece tener impactos de fragmentación de la totalidad histórica del siglo XX sobre la historiografía nacional.
Vale decir, no obstante la simultaneidad entre el fin de la Regeneración nuñista y el continuum de un liberal funcionario de gobiernos godos, que en 1930 supone como “Alicia a través del espejo”, el periplo como un peón blanco, EOH (un rojo en un reino azul hasta 1930) que ha de cruzar el tablero y así transformarse en Reina, es decir en presidente rojo.
El S.J. Javier Giraldo Moreno (Defensor de DDHH, investigador del CINEP, filósofo, teólogo, especializado en análisis Regional y Equipamiento del Espacio) coincide con Daniel Pecáut (“colombianólogo” francés, experto investigador de la proclividad violenta del zoon politikon criollo) en uno de los rasgos más profundos e inconscientes de las clases dirigenciales: ESQUIZOFRENIA.
Morbidez mental que los medios de información (los grandes diarios para la época del “Mono”) transmitieron al pueblo colombiano que veían en el inicio de cada cuatrienio presidencial la certeza de un alumbramiento mágico: la epifanía de un nuevo líder despojado de las máculas de sus antecesores.
Alicia atraviesa mágicamente el espejo para ver distinta, desde una perspectiva opuesta, la realidad de la que procede. Pero verla no equivale a transformarla: confusión (astuto quid pro quo) que los “Leopardos” caldenses-sigla que alude a algo así como: “legión organizada para la recuperacion del orden social”; facción conservadora (Silvio Villegas & cía.) más reaccionaria, católicos cerriles, tanto o más “ilustrados” que Laureano Gómez, advirtieron -sabiendo que no era cierto- el peligro para Colombia, su fe y sus tradiciones, de un socialismo en ciernes tras el triunfo del partido liberal en 1930.
El astuto (postizo) quid pro quo daba como hecho inminente la intención de un gobierno ‘de los rojos’ ajeno a la cultura nacional, que tendría como inspiración el imperativo politico e histórico de Carlos Marx: “El más alto deber del hombre (que filosofa) no es procurar la mejor comprensión del mundo sino el de su transformación”.
A pesar de la metida de patas de monseñor Perdomo, la poderosa influencia del clero sobre el grueso de la población (mayoritariamente rural y analfabeta) no se desfondó. Y los godos tuvieron espacio y tiempo para recargar baterías.
El fundamentalismo de Los Leopardos, más fascistas de mentalidad que el mismo Ogro conservador, supone un innegable filón idelógico desde donde documentar la “paradójica” reanudación de la clásica violencia partidista.
El “Mono” tan querido por el pueblo analfabeta, rubio como Alicia, se quedó para siempre del otro lado del espejo. La sagacidad de López Pumarejo, en parte fortalecida por la visión de la realidad heredada por su antecesor, determinó uno de los mojones históricos más relevantes de la historia nacional: la Revolución en Marcha.
Cuya bandera -Ley de Tierras- terminó desvaneciéndose (coitus interruptus) sin llegar a implementarse “de una vez y para siempre” gracias a la pérfida “Pausa” de su coequipero Eduardo Santos, antes de finalizar el cuatrienio 1934-1938.
Antes que Violencia -tal como lo sugieren cada uno según su individual relato de la historia política: Giraldo y Pecáut- responde, o da cuenta de la aporía de un cambio social por vía democratica, el núcleo de pedernal esquizofrenia del zoon politikon colombiano: muy gallitos a la hora de enfrentarse a sus antagonistas por adueñarse del Ejecutivo, pero con inclinaciones (realizaciones) culecas a la hora de llevar a cabo efectivas acciones de cambio (modernización auténtica y completa) que exige el cambio historico.
Antes de que lo asesinaran, Álvaro Gómez Hurtado expuso desde la academia, una de las más lúcidas interpretaciones del esquizofrénico Establishment colombiano del siglo XX; solo que el hijo de Laureano lo llamó “Régimen”.
Más simbólico pero no menos certificador de la enroscada máscara de la violencia, de la engañifa sofística de su discurso que camufla la decisión de los líderes politicos criollos por nunca abandonar la premodernidad, ha sido durante este siglo XXI la parábola de los tres huevitos.
Inofensivos y por todos reconocibles, frutos de las más autóctonas aves de corral: gallos bravíos muy generosos gallinas poniendo huevos, los mismos huevos progresistas desde Rafael Reyes (1904-1909), pero aves rapaces, demasiado gallitos (más que dañinos cuervos) autenticas aves de rapiña al momento de depredar el pais nacional. Reconocibles, tristemente familiares desde la Guerra de los Mil Dias hasta el dantesco agujero sin fondo (Alicia, parte uno) de los falsos positivos.