Osip Mandelstam y lo pequeño
La literatura rusa, y supongo que los rusos, por la extensión infinita de su tierra, por su historia y por la forma en la que beben, albergan emociones grandes y muy intensas. Siendo tan distintos, ni Pushkin, ni Tolstoi, ni Dostoievski cabían en sus cuerpos. Tenían una relación exaltada con la existencia. Marina Tsvietáieva, magnífica, un torrente, no cabría en ningún cuerpo. Quizá solo Chéjov fue un guardián tranquilo de lo pequeño. Lo dejo de lado, porque es normal que siempre que afirmamos algo haya una o muchas excepciones que hacen que lo que decimos nunca pueda ser del todo cierto. Afirmar siempre es difícil y casi siempre es inútil. Pero fue la forma que encontré para empezar a hablar de otro ruso que es Osip Mandelstam.
Osip Mandelstam es poeta. Era y es.
Es, porque sus versos pueden leerse y están vivos como están los buenos versos.
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Era, porque fue deportado y murió en 1938 en un campo de tránsito soviético. Su cuerpo fue arrojado a una fosa común y solo fue dado por muerto unos días después. Como los guardias del campo creían que seguía vivo, o que el número de prisioneros seguía siendo el mismo en su barraca, sus compañeros aprovecharon para comer la ración de pan que le estaba destinada.
Él había escrito a sus amigos que estaba tan delgado y tan enfermo que no creía que valiera la pena que siguieran haciéndole llegar ropa o dinero.
Por cuenta de unos versos que le escribió a Stalin, y de otros poemas, Mandelstam se metió en problemas con el régimen. Lo arrestaron después de registrar todos sus papeles. Sacaban poemas de los cajones, se los mostraban, él asentía en silencio. Eran suyos.
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Lo cuenta muy bien Anna Ajmátova en las palabras brillantes, vivas también, con humor y nada sentimentales que escribió sobre Mandelstam. En ellas se trasluce el lazo profundo que los unía.
De los años anteriores a su muerte son sus poemas más bellos. Están recogidos en los Cuadernos de Vorónezh, el lugar en el que estuvo aislado, en una especie de exilio impuesto, y sin tener un lugar dónde vivir.
Mandelstam, a quien yo había leído hace unos años, mal, de prisa, por encima, me había parecido un poeta histórico, heroico, ligado por el destino a un canto político. Lo había leído además en la traducción de alguien que cree que la poesía es invertir sistemáticamente todos los adjetivos y decir, supongamos, “fatigado árbol” en vez de “árbol cansado”. Me sorprende encontrar en él, ahora que vuelvo a leerlo, poniendo los adjetivos en su sitio por mi cuenta, algo suave y pequeño. Es como si en esos años de soledad se hubiera hecho un espacio en él, un vacío donde crece lo pequeño. Y esos poemas los escribe privado de libertad, en condiciones materiales muy duras y apenas con papel para escribir.
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Mientras leía me preguntaba de dónde puede venir la poesía en condiciones así. Sabía que no iba a tener respuesta. Pero había sucedido, era real, y lo tenía frente a mis ojos. Podía leer:
Me asombra el mundo cada vez más,
los niños y la nieve me asombran.
Pensé que estaba ante un gran misterio y que no iba a encontrar más palabras para decirlo que esas que ya estaban en los versos. Otra vez volvía a ocurrir: las palabras eran hermosas y la verdad silenciosa.
Me hubiera gustado sentir cerca a alguien vivo en ese momento, pero por alguna razón tenía que vivir eso sola. Quizá hay regalos muy frágiles que a veces recibimos y no pueden ser entregados a un tercero.
Esa noche me fui a dormir con el resplandor de las palabras de Mandelstam. En la oscuridad podía volver a leer:
Este es mi cielo nocturno,
ante él estoy de pie como un niño.
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Conmovedora columna. Una pieza maestra.
¡Qué columna tan bella! ¡Gracias!