Performativa dignidad

Me gusta pensar en la belleza como el aparecer de una luz reveladora, que hace detener la normalidad de las cosas, su ritmo frenético y aplanador. Algo se ilumina de pronto en lo siempre percibido; también en lo que se resiste a la claridad. El tiempo cronológico se detiene, suspende las razones y la locuacidad que busca dar cuenta de todo con palabras que van quedando vacías. Nada tiene que ver con el esteticismo o la perfección. Es esquiva no porque sea difícil de encontrar, pues aparece aquí y allá en cualquier momento de la cotidianidad, en cualquier cuerpo. Pero no permanece invariable. Se irradia en el modo de la interrupción.

El día de la posesión presidencial -en medio del barullo y la excitación de la jornada, de los gestos transformadores, del espacio público que se abría para el aparecer, los pasos y el goce de cualquiera- se sentía una atmósfera así, bella. La vi encarnada en una señora negra, de unos 65 años, parada al costado de una calle, en soledad, en medio de la multitud que se congregaba en el centro de la ciudad. Ella sonreía conmovida, y su sonrisa acentuaba los surcos de su rostro y una mirada que decía: “esto no lo había visto antes en este país, y aquí estoy, pudiéndolo vivir y a punto de llorar de alegría”

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Mucho se escribió sobre ese día, y lo que rápidamente se caracterizó como “sus simbolismos”. Pero mucho se pierde de vista cuando los reordenamientos materiales de la experiencia sensible, que tienen efectos tangibles sobre la vida, se reducen a signos que expresan o simplemente representan de otro modo. Las escogencias sobre cómo aparecer, quién aparece, cómo se habla, qué queda fuera de foco y en el margen, inciden en lo que consideramos “digno”, “pensable”, “imaginable”; no son meras mediaciones que presentan de otro modo lo que es o lo que hay. Por eso tienen una fuerza performativa: son acciones que traen efectos. La señora negra, de la que hablé antes, parecía reconocer todo esto en su detención conmovida. 

En todos los relatos que leí sobre la posesión presidencial algo se intuía de aquella fuerza performativa, pero también se escapaba en medio de discursos explicativos que deshacían la intensidad de lo acontecido. Quizá por eso me abstuve de elaborar argumentativamente -y desde la inmediatez- al respecto. No porque sea inefable o no abordable en arreglos argumentativos, sino porque son acciones que se van ensamblando con otras: con intervenciones económicas, reconocimientos de derechos, desestabilizaciones de fronteras respecto de lo que sea ‘productividad’, ‘derechos’, ‘propiedad’, ‘uso común’, “sostenibilidad”, ‘igualdad’. Y hay que ir viendo cómo se van dando y articulando, en los meses por venir.

Performativa dignidad
Foto: Raúl Arboleda AFP

De hecho, todas esas decisiones que muchas veces se piensa como o bien económicas o sociales o ambientales o políticas, son intervenciones que modifican la experiencia en todos sus entramados, y más allá de esas fronteras establecidas que impiden reconocer la complejidad de relaciones que constituyen el mundo en el que habitamos. Las decisiones sobre los usos del espacio público, cómo se celebra y desde qué rituales también hacen parte de esas relaciones y demuestran cómo se asume el mundo común y cómo se toma parte en éste. De ahí también la fuerza performativa que pueden tener. 

Por mucho tiempo, como lo recogió Giorgio Agamben, en su libro El reino y la gloria, los rituales del poder han sido rituales para demostrar la gloria de una potestad soberana que se demuestra por la capacidad de decidir sobre la vida y la muerte en el territorio sobre el que rige. De ahí la preferencia por actos militares y gestos grandilocuentes que acentúan un poder de mando. En los rituales de la pasada posesión algo de esto se resquebrajó y cedió el paso a la manifestación de la dignidad de cualquiera. Una dignidad que tiene que seguirse demostrando en las acciones políticas del nuevo gobierno y en las decisiones de fondo sobre el trabajo, la producción energética, la distribución de la riqueza, la educación y la salud, que ya empieza a tomar.

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Porque la dignidad se efectúa. No es un principio natural, dado: tiene que realizarse en el mundo, en sus repartos de sentido, en sus criterios de juicio y reconocimiento, en sus rituales, en lo que apreciamos como bello y capaz de producir su luz. El lema de Francia Márquez: “hasta que la dignidad se haga costumbre”, reconoce este carácter performativo de la dignidad y cómo esta tiene que hacerse hábito, cuerpo, carne, gesto; es decir desplegarse en los movimientos y afectos de los cuerpos, en sus formas de organizar los espacios y los tiempos, las relaciones, los discursos, los tonos, y las formas de hablar. 

Cuando lo que se ha hecho costumbre es el privilegio y la desigualdad, hay mucho que se tiene que conmover y fracturar, y tantos desacuerdos y conflictos que se abren. Ya lo hemos empezado a ver estos días. No será expedito, ni será fácil. Pero ya comenzó a efectuarse, se multiplica y abre un campo de posibilidad.

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Foto de apertura: Un hombre sigue en Medellín la transmisión de la posesión presidencial de Gustavo Petro. Fredy Builes/ AFP

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