De boxeadores, de cantantes, de Petro
“El autoritario busca pretextos para imponerse. La paz está por encima de la Constitución, lo aseveró Petro, como si en nombre de esa misma paz, entonces, se pudiese violar la Constitución”.
La convocatoria del presidente a realizar marchas en las calles del país para presionar la aprobación de sus reformas debe leerse, creo, además, desde dos perspectivas. Una, que se trata de un procedimiento acorde con su personalidad autoritaria. Otra, que se confunde con el propósito de desinstitucionalizar al país. Esto último lo han patentado antes otros gobernantes en otras latitudes. Luego, aquí mismo, diremos lo que se persigue con este último procedimiento.
Personalidad autoritaria
Quien abordó primero el tema de la personalidad autoritaria fue T. W. Adorno, un poco después de la Segunda Guerra Mundial. Aquí tomo la expresión de una manera muy diferente, no ya el sujeto pasivo que se somete, sino el activo, aquel que ejerce su poder desde cualquier ámbito de conformidad con los rasgos de su carácter dominante, y con la imposición de sus tesis mediante mecanismos no muy democráticos.
Una persona de estas condiciones tenderá, en cuanto a sus propósitos fundamentales, a ver las cosas en blanco y negro. Si a algún personaje histórico le corresponde lo anterior, es a Lenin. Por sobre cualquier otra opinión, con uno o con otro procedimiento, imponía su parecer y su criterio. Cuando perdió unas elecciones cruciales para la Asamblea Nacional, simplemente mandó a la policía a que cerrara sus puertas.
Hitler, lo mismo. Este, el gran histérico, utilizó la calle para obligar al parlamento a que le aprobara una ley de poderes especiales. De allí se siguió la más cruenta dictadura que haya visto la humanidad.
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Descendiendo hasta un personaje menor, Hugo Chávez, recién posesionado, me consta, presionó al Congreso, mediante la intimidación ejercida por sus parciales en la calle, para que se plegara a sus deseos. Y eso que allá, en ese entonces, no existía en las caraqueñas vías la temible primera línea.
Las personalidades autoritarias, como las describen otros sicólogos, tienen unas características que son aplicables a nuestro primer mandatario.
La cuestión es imponerse, bien por la persuasión, bien por la presión, bien por la amenaza de sus partidarios en las calles. Lo son también los guerrilleros, que, a base de la fuerza y de las armas, han pretendido el dominio de sus ideas políticas.
Esos personajes autoritarios, obcecados redentores, según ellos, nada bueno se ha hecho en el pasado. En consecuencia, hay que destruir por destruir, para redimir el futuro. Se consideran profetas del desastre, para luego presentarse ellos como los salvadores (calentamiento global, aquí). Narcisismo. Uso intimidante del poder. Liderazgo agresivo. Divisivo. Polarizante. Monologa él. Las minorías no cuentan. Proyecta, este tipo de gobernante, “largas sombras amenazantes” sobre la libre discusión y tramitación de los asuntos públicos.
Exigen ellos el respaldo a sus actuaciones y políticas, no por su contribución al bienestar de su sociedad, sino porque vienen de ellos, porque son propuestas por ellos y porque a ellos se les debe lealtad incondicional. Es el caso concreto que tratamos aquí, el de proponer marchas en apoyo a unas reformas que no se conocen. Gancho ciego.
Y eso que no han llegado todavía los subsidios improvisados y a granel, porque, en el fondo, barrunto que lo que el presidente sueña es en convertirse, en palabras de Dostoyevski, en “el hombre sagrado, el que toma tu alma y tu voluntad para apropiárselas. Cuando escoges a tu hombre sagrado, renuncias a tu voluntad. Se la entregas a él con total sumisión”.
Orden numero 1: salir a la calle a presionar, sin saber exactamente qué.
Sin embargo, opino que le va a fracasar eso de las tales movilizaciones.
La desinstitucionalización
Unido a este tipo de gobernantes, va el tema de las labores de zapa en contra de las instituciones. Es claro que mientras esas instituciones se vayan erosionando, al mismo tiempo se van desdibujando los controles sobre las actuaciones de nuestro personaje autoritario. Los pesos y contrapesos hay que difuminarlos. Actitudes y expresiones varias de Petro apuntan en esa dirección.
Solo dos casos. Se considera él superior a la justicia. A Santrich lo entramparon, aseguró, sin más. ¿Qué lo mueve a defenderlo? Tal vez informar que la justicia es él.
Los jóvenes de la Primera Línea, insiste, tienen derecho, por sobre los fallos judiciales, a estar libres y a pasar la navidad con sus familiares. No lo logró, pero lo intentó. A los jueces no los pudo rebasar.
El autoritario busca pretextos para imponerse. La paz está por encima de la Constitución, lo aseveró Petro, como si en nombre de esa misma paz, entonces, se pudiese violar la Constitución.
Torturar, desconocer fallos judiciales, suspender el habeas corpus, por ejemplo. Por la paz, es decir, Petro, que es quien la adelanta, por ella podría hacer él, tranquilo, todo lo que se le ocurra; inclusive, todo lo que se le apetezca en aquellos repetitivos momentos en que su imaginación se exalta y le anula la reflexión.
Usar el poder para presionar a otro poder es atentar contra las instituciones
Esperpénticas posiciones nos parecen, pero ellas van calando en una opinión que hasta ahora le ha tenido mucho respeto a la palabra presidencial. Recordar a Trump insistiendo en que se le robaron las elecciones, y a un partido republicano, cuya mayoría de sus miembros cree que así fue.
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Memoria de Hugo Chávez. En un acto, con mucho público, por el micrófono le preguntó él a la presidenta de la Corte Suprema de Venezuela: “Si su hijo no tiene para comer y asalta un apartamento, ¿cree usted que deberá ser juzgado y condenado?”.
Un poco después, también recién posesionado, cuando el Consejo Nacional Electoral le impuso una multa, colocó una caneca destartalada al frente de las oficinas de ese organismo; con su boina roja se paró al lado del recipiente y les pidió a sus seguidores que depositaran su óbolo allí, en billetes de la más baja denominación, para sufragar la sanción. Lo logró. Y esos dineros se los envió a ese Consejo, en la misma caneca, para que ese organismo los contara y acreditara la suma correspondiente.
Payasesco, sí. Pero, tan popular, tan simbólico, tan gracioso, tan simpático, incluso tan intrascendente pareció. Luego, allá terminaron con la chavista expresión “exprópiese”, teatral y pública, sin más apelación. Y, así, para peor, en otros episodios mayores, Chávez, pasándose por la faja la Constitución. Claro, todo esto, después de un sostenido proceso de desistitucionalización desde la presidencia.
Lo técnico va unido a lo institucional. Si se vulnera lo primero, se hace lo mismo con lo segundo.
Los diálogos vinculantes para configurar el plan de desarrollo buscan suplantar el aporte de los expertos por lo supuestamente popular. Exacto a lo anterior es que el presidente, nada perito en el asunto, asuma la regulación de las tarifas de los servicios públicos domiciliarios.
Igual minan la institucionalidad, de otra manera, esos mismos diálogos tan denominados como “vinculantes”: reunir alguna gente, oírla, recibir sus inquietudes. Hasta ahí, correcto. Pero ¿dónde dice la Constitución que eso obliga? ¿Cómo se seleccionan esos reunidos informales mandantes? Se regodean desde el Gobierno con las 92.000 peticiones que se recibieron para consignarlas en el Plan de Desarrollo. Pocas de ellas tendrán su ingreso allí. Solo aquellas filtradas como obligatorias, tanto en cuanto al Gobierno así le plazcan. El vinculante lo será el mismo Gobierno, desde su selección arbitraria.
Se trata de una pantomima, como la que hiciera Richard Nixon al comienzo de su primer mandato: seleccionó a 70.000 personalidades y les pidió que le presentaran sugerencias para su acción de gobierno. Incluyó en esa lista a Elvis Presley, pinturero cantante; y a Joe Frazier, medallista, campeón del peso pesado, analista del ring e incisivo como boxeador.
Seguramente, en eso del buen gobernar, fueron ellos dos muy convincentes, profundos y vinculantes.
Y Nixon terminó en el Watergate.
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