Del ‘petrocentrismo’ y el futuro
Como sucedió en 2002 con Álvaro Uribe, Gustavo Petro representa esa simbología mesiánica, la del líder que suma fuerzas, que promueve el voto ‘útil’ y acompaña la ilusión de un pueblo desahuciado.
Mientras escribo estas líneas lamento ser uno más de los que agrandan el ego del candidato por vencer, pero, en rigor al análisis, me resulta difícil desprenderme de lo mal que está resultando para las instituciones este predecible experimento populista de izquierda.
Tan negativo como la bandera liderada por el caudillo paisa que, ni con su gloria a flote, ni el desgaste de los partidos tradicionales, logró consolidar un proyecto de nación bajo principios de unidad política entre sectores.
Es la triste historia de “la democracia más estable de América Latina”. El mejor embozo para alimentar esperanzas, vacías y sin un norte común. La arena en donde se libra la batalla entre lo bueno y lo malo, la verdad y la mentira, el amor y el odio, sin un aparente buen árbitro que dirima la partida.
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Elección tras elección, se desnudan los defectos propios del sistema: no llegan a gobernar los mejores, se cocina una atmósfera de fraude, se evidencia la injusticia tras los resultados. Del lado popular, las masas son volubles, supersticiosas y manipulables. Prima lo político sobre lo técnico y se evidencia la fragilidad de la autoridad en las inconclusas o malogradas acciones gubernamentales.
Y es que como van las cosas el futuro que veremos tras los comicios presidenciales de mayo, (seguramente extendidos a junio), será predecible por igual. Tras lo acontecido el 13 de marzo, es bastante probable que asistamos a una versión inédita de nuestro populismo republicano. Uno que se instalará por la oportunidad del infausto momento social y el voto castigo. Que gobernará de la mano de aprendices de estadistas y con aires de revancha. Peor aún, con una parte de lo más perverso del clientelismo tradicional.
Aunque es de reconocer que el gran logro del Pacto Histórico es haber superado la ‘patria boba’ de la izquierda, tradicionalmente atomizada en sus valores y sus métodos (y también, claro está, a lo largo del tiempo severamente castigada por un régimen excluyente, restrictivo de la diferencia y opresor desde lo oscuridad) deja muchas dudas la manera efectista mediante la cual se erigen como fuerza.
En el ambiente social se percibe tanta desconfianza, que el sentimiento de “cambio”, diferente en los posibles vencedores como en los a priori derrotados, capitalizará sus peores emociones. El resentimiento, el odio, el racismo, el miedo; de un lado la plutofobia y del otro la aporofobia –e incluso la xenofobia–, serán las señales que demarcarán la voluntad en las urnas. Con razón o sin ella, ya se sembraron, de lado y lado, las sospechas de fraude en el proceso electoral y su implícita carga de ilegitimidad a las reglas de juego del poder.
Al margen de lo anterior, lo cierto es que Gustavo Petro es el candidato por vencer y será el Pacto Histórico la fuerza más representativa en el Congreso. Como sucedió en 2002 con Uribe, Petro representa esa simbología mesiánica, la del líder que suma fuerzas, que promueve el voto “útil” y acompaña la ilusión de un pueblo desahuciado. Y el Pacto, la amalgama variopinta que quiso ser: el refugio ideal de un puñado de políticos que se resisten a perder vigencia.
Contemplando el panorama la gran pregunta es: ¿qué sucedería en un eventual gobierno de Petro?, y en paralelo, ¿logrará el Pacto Histórico como principal fuerza en el Congreso liderar las transformaciones que el país demanda? El clima de polarización deja entrever que es poco probable que lo logre. Tal y como sucedió con el proyecto populista de derecha, necesitará atizar el fogón, aumentar el clima de tensión y miedo para mantener un discurso favorable a sus voluntades, pero no se traducirá en resultados. Serán cuatro años de inacción en los cuales justificará su incompetencia –como durante su estadía en el Palacio de Liévano–, con el asedio de esa oposición de derecha proclive a hacer “trizas” lo que se propone, mezquina, codiciosa y reaccionaria.
Por lo anterior, ¿cuál será el papel de la eventual oposición? Otra verdad, evidenciada en los debates de la campaña, es su franca incapacidad de contrarrestar con argumentos el abrumador dominio del flamante caudillo. Es el terreno de la candidez y la inutilidad, todos basan su obsesión de atacarlo en la imposibilidad de brillar por sí mismos. Al paso que vamos convertirán el vocablo Petro en el prefijo preferido para condenar la ineficiencia y los vicios asociados al poder, ampliando la trinchera de la polarización.
Cuánta falta le hace al debate democrático candidatos que inviten a los ciudadanos a soñar con un país mejor sin el desafortunado propósito de dividir con discursos de clase. Sin sucumbir en el clientelismo tradicional, so pretexto de unir voluntades políticas y movilizar masivamente electores. Además de manipular las emociones, el debate democrático demanda rigor, altura y respeto por la inteligencia de los ciudadanos.
En las semanas que restan se exclamará con dos tonalidades la novela del villano y del héroe. Una historia con dos guiones conocidos que demostrarán nuevamente la incapacidad que tiene Colombia de construir un proyecto común, ¿aparecerá un innovador libreto de la tercería?
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En medio de tanta mediocridad, genera expectación que el vencedor de la consulta de centro aún cuente con posibilidades de competir y abordar las agendas del país sin aires de populismo. Sin embargo, y a pesar de la larga lista de notables que lo acompañan, Sergio Fajardo aún no logra conectar en el medio los polos opuestos. ¿Podrá Fajardo ser el revolucionario de la campaña presidencial y resurgir como el Fénix de las cenizas del centro político?
Por @dialbenedetti
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