La belleza de lo sencillo: entrevista con Piedad Bonnett

Qué hacer con estos pedazos’, la novela de Piedad Bonnett, es una obra que ella, a mitad de camino, replanteó para imprimirle la hondura que finalmente quedó en el lenguaje: contenido y preciso, pero a la vez poético. Una historia que habla de una familia, de una mujer, de soledades.

Por: Carlos Marín Calderín* / Especial para Diario Criterio.

En la película El ciudadano ilustre, el protagonista, Daniel Mantovani, premio Nobel de Literatura, conversa con el joven recepcionista de un hotel y aspirante a escritor:

–Ramiro, me parecieron muy buenos tus cuentos –le dice Mantovani–. El que más me gustó es el de la pareja que espera en el hospital. Me parece el más logrado de todos. Tenés un estilo terso, fluido, sin estridencias, sin recursos tramposos, una prosa simple, clara.

–Demasiado simple, ¿no? –dice Ramiro, preocupado.

Mantovani le responde:

–Lo simple y claro puede ser subversivo y perturbador. Pensá en Kafka. No hay frases más simples y transparentes que las de Kafka, y al mismo tiempo, nadie más perturbador. Hacerlo simple es siempre un acto de generosidad artística.

Esta explicación, que surge de otra ficción, define la nueva novela de Piedad Bonnett, Qué hacer con estos pedazos (Alfaguara, noviembre de 2021), que muestra la imperfección de unos personajes, sus crueldades y su derrumbe progresivo, mientras en la casa se reforma la cocina y un familiar está muriendo, como todos mueren también en sus propias soledades.

Quizá Piedad sufrió escribiéndola, dudó, soñó con un diálogo, reescribió en su cabeza una escena mientras hacía una fila en el supermercado; ella seguro se aguantó, sola, los pinchazos de la costura de su novela perturbadora sobre personajes perturbados, para darnos a nosotros la belleza de lo sencillo, y recordarnos –porque nunca está de más–, lo ruin, lo malos y lo raros que podemos ser, y lo equivocados que podemos estar al asumir posturas, aparentemente normales, que dañan, que nos dañan.

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En dos partes, 18 capítulos y 166 páginas, Bonnett escarba en las profundidades humanas y nos recuerda que los grandes temas de la literatura son, finalmente, los temas comunes y corrientes de la vida diaria.

Ella nos cuenta los quehaceres de Emilia y su marido, y pone en escena, como una contadora de historias que trasciende la anécdota, que “a veces la vida en pareja es agotadora (…), la negociación permanente, la lucha por el territorio, la obligación de complacer” (pág. 61). El narrador lo resume: “Los une una dependencia agresiva” (pág. 63).

La novela ahonda en los pesos de ser madre dudosa, hija insatisfecha, esposa incomprendida, hermana resentida, patrona desalentada, y muestra, desde adentro de una casa, cómo negocia una familia con esos tiempos en apariencia muertos, y cómo estos van apoderándose de nuestras vidas, como lo hacen de los techos y las vigas las plantas trepadoras.

En esta novela, Piedad Bonnet demuestra, otra vez, que cuando la poesía está en el texto, en su forma y en su contenido, se cuenta mejor la historia, y la lectura se hace más placentera aunque sea un espejo de nuestros propios horrores, de aquellos que no lo parecen porque un día decidimos mirar hacia otro lado, como el machismo en hombres y mujeres, la autoridad desmedida de los padres, la violencia de lo no dicho en la comunicación pero que siempre captamos, la insolidaridad y la creencia, quizás inconsciente, de que las otras vidas también nos pertenecen, aun cuando no sepamos si nos pertenecen siquiera las nuestras.

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La autora derriba, sin proponérselo, un argumento que ha hecho carrera en los últimos años, el del lenguaje contenido, entendiéndose por contenido la aspiración, eso dicen, a la concreción, pero siendo, en realidad, en muchos casos, una renuncia a la belleza en la narración, dándole paso a lo insustancial. Parece haber hoy un tipo de novelas anodinas cuyo lenguaje se parece a una naranja exprimida más de la cuenta.

A punto de desmoronarse siempre están los personajes de Qué hacer con estos pedazos, nunca un mejor título, que van cayendo y cayendo al vacío de unas vidas rotas pero remendadas para poder funcionar en la dinámica de una normalidad asfixiante que Emilia cuestiona, pero sin decirlo, ya desde el abismo.

Bonnett nos lleva a ver un incendio. Y no es extraño que a la cita vayamos hipnotizados porque ella conoce los secretos de la narración de ficción, pero más que eso, porque ella tiene el oficio de varias novelas y poemarios, la vida suficiente entre pecho y espalda que le ha permitido escribir una obra que quema y a la vez brinda un raro placer.

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Diario Criterio: Su novela describe a una familia, pero también a una sociedad.

Piedad Bonnett: Creo que esta novela será recibida de dos maneras. Bien, por la persona que es capaz de reconocer las fisuras en su propia vida y en sus propias relaciones familiares, que es capaz de enfrentarse a la vida cotidiana sin evasión. Pero la gente que está anclada en la idea de que todo es hermoso, todo es bueno en la vida de una familia, muy probablemente no la va a resistir.

Diario Criterio: Está contada en tercera persona, pero se puede sentir que la historia la cuenta el personaje principal y no el narrador. ¿Cómo logró eso?

P.B.: Una de mis primeras decisiones fue no narrar en primera persona. No tenía mucho sentido, porque yo necesitaba ver a Emilia, también, para hacérsela ver al lector; o sea, transitando, yendo, viniendo, pero yo no quería el narrador omnisciente, sino el que limita su punto de vista al de ella, un recurso que yo muchas veces enseñé en la universidad o vi en las novelas, que se llama estilo indirecto libre.

Hay una tercera persona, pero tan enfocada a través de los ojos del personaje, que da la sensación de que el personaje es el que está narrando. Porque a mí me interesaba la percepción y la emoción de la más o menos víctima de un montón de circunstancias. Es la única forma que encuentro de que el lector se conmocione y se identifique de alguna manera.

Diario Criterio: ¿Cuál fue el mayor desafío al escribir esta novela que no tiene un hecho impactante en la primera línea ni en el primer párrafo, como un muerto, por ejemplo, que no usa ese recurso?

P.B.: El lenguaje. Yo comencé haciendo que esa perspectiva narrativa usara, además, un lenguaje muy simple, muy llano, muy efectivo, por decirlo así. Y empecé a ver que eso era una pobreza, y como en la página 30, dije: ‘No soy capaz de sacar esto así, es una novela funcional, que simplemente cuenta cosas, aquí algo no está funcionando’, y me di una pausa.

En esos momentos estaba leyendo a autores y de pronto dije: ‘Claro, a mí lo que me gusta es esto, no esto’. Volví a coger la historia; pero refinando el lenguaje, poniéndole al lenguaje, sobre todo, una perspicacia, una hondura que no tenía. Había querido tratar la domesticidad con un lenguaje igualmente cotidiano. ‘De pronto estoy en un error, tengo que tratar esa cotidianidad con una incisividad que enriquezca una historia donde no pasa nada’. Eso fue primero.

Lo segundo, a mí nunca me han gustado las novelas donde pasan muchas cosas, no resisto las sagas ni esas cosas con las que todo el mundo está fascinado. Mira, a mí me gusta el cine lento, la música de cámara, intimista, me gusta todo lo que tiene que ver con el regodeo en las cosas de la psiquis.

Mis grandes maestros son Proust, Nabokov, John Banville… ellos me han educado en esa mirada, porque como soy poeta, a mí me gusta esa cosa morosa de la mirada. ¿La precipitud?, solamente genios como García Márquez, que tú vas pasando de una historia a otra y a otra. Esta mañana lo estaba hablando con los libreros, me gusta mucho la literatura que me devuelve a mi propia experiencia.

Y también como que, de pronto, hace pausas para reflexionar. Pero como ya no reflexionamos como en el siglo XIX, estas largas tiradas filosóficas ya nadie las resiste, estamos en unos tiempos muy vertiginosos, pero sí los pequeños incisos reflexivos, y ahí el lenguaje puede hacer cosas hermosas, robándole cosas a la poesía.

Diario Criterio: ¿Cuándo se dio cuenta de eso?

P.B.: Me fui dando cuenta de a poquitos. En la primera novela que escribí, Después de todo, puse unos elementos poéticos que saltaban demasiado, y me lo hizo ver un amigo. Tenía cosas que parecían puestas a la fuerza. Ese es un camino que uno hace y a mí me ha interesado mucho fusionar poesía con narrativa, pero sin hacer prosa poética, porque detesto que me metan una prosa poética con el rótulo de novela.

Piedad Bonnett - después de todo
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Diario Criterio: En cambio, en Qué hacer con estos pedazos hay párrafos bellamente escritos…

P.B.: Esa elaboración fue lo que hizo que, en una novela tan corta, me demorara tanto tiempo.

Diario Criterio: ¿Cuánto, Piedad?

P.B.: Más o menos dos años y medio, para 166 páginas que, en realidad, son 85 páginas de manuscrito, o 90, que no es nada. Mira, yo reescribí, reescribí, reescribí porque eso era lo que le estaba dando al lector, yo no le estaba dando una gran historia, le estaba dando, a través de las palabras, una posibilidad de penetrar en una realidad conocida, sí, pero necesitaba que fueran más allá de lo obvio.

Diario Criterio: A propósito, hoy hay una especie de renuncia al lenguaje bello, por hacerlo funcional, quizás, y directo. ¿Usted tiene algún concepto sobre eso?

P.B.: Sí, claro. Me parece que eso no es la literatura, eso está contaminado de periodismo, de crónica. Ahora, los gringos hicieron eso muy bien, ¡porque hicieron muy bien esa concisión!, pero llena de poder verbal… pienso en Carson McCullers, en Truman Capote, en William Faulkner. Creo que eso es producto de los tiempos y de esta cosa… incluso, de redes y de todo eso, donde la comunicación es como rapidísima, rapidísima.

Se confunde concisión con pobreza de lenguaje. Yo, cada rato, compro novedades y encuentro eso, y digo inmediatamente: ‘Libro para regalar’. Ni siquiera lo quiero poner aquí, porque yo para qué pongo esos libros acá si no los voy a releer, porque no tienen ni la ambigüedad de la poesía ni la sugerencia, tienen una pequeña historia ahí, que puede ser bonita para un ratico, y ya.

Diario Criterio: Esas historias no me llegan. Me gusta más el cómo se cuenta.

P.B.: Es que la literatura es cómo se cuenta. La literatura no es lo que te cuentan; como en el cine no es lo que te cuentan, es cómo lo cuentan: la luz, la música y la cuestión estructural, cómo se estructura, esa es la diferencia con la televisión.

Diario Criterio: Volviendo a la novela, llama la atención la respuesta que da el marido de Emilia, luego de que a Mima, empleada doméstica, le aconteciera una tragedia. Él pregunta: “¿Entonces Mima no viene hoy?”.

P.B.: Sí, traumatismo cínico y descaro, que es muy típico de la burguesía. Lo que yo quería era hundir el dedo en una llaga: ‘Ah, ¿ya no va a poder venir hoy?’. ‘Ah, pero íbamos a hacer esa comida’. Quise tocar eso.

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Diario Criterio: En la historia es interesante ver cómo dialogan los rencores de Emilia y su marido. Ella lo negocia callando, silenciándose, no enfrentándose.

P.B.: Absolutamente demoledores. Hay mujeres que rápidamente reaccionan a eso, pero creo que, cuando eso se establece, mina la energía de un ser humano. Por ejemplo, la mayoría de nuestras madres lo aceptaban, porque no veían salida, y todavía muchas mujeres no encuentran salida. Pero a una mujer inteligente como Emilia a veces le toca minimizar esas cosas, porque no ve futuro de otra naturaleza

Hay un gran dilema que la institución matrimonial o que la vida nos plantea a todos, que es la soledad con todas sus complicaciones. No es porque la gente le tema profundamente a la soledad. A mí la gente me dice, por ejemplo: ‘No, a mí sí me gustaría pasar mi vejez con alguien que me quiera’, ‘Ay, ¡qué rico para usted que su marido le ayuda a no sé qué!’. El matrimonio como un pacto de solidaridad para sobrellevar una vida que está llena de pequeñas complicaciones.

Diario Criterio: O sea, son tratos.

P.B.: La gente a veces hace esos tratos con la vida. Releí Historia del matrimonio. El matrimonio siempre estuvo unido a contratos que eran económicos y tuvo que ver siempre con lo laboral. El matrimonio por amor es muy reciente, es de mitad del siglo XIX, y el matrimonio por amor trajo otros convenios, y se unió a una conquista de la mujer que fue a la calle, y la calle les empezó a plantear dilemas importantes, y los hombres no supieron resistir eso.

Entonces, la envidia, la competencia, el miedo de que ella está viendo cosas del mundo y… ¿qué tal que encuentre algo mejor? Y esa cosa patriarcal de ‘Sí, ve allá, pero estás descuidando aquí unas cosas’, ‘Oye, ¿cuándo vas a ordenar eso?’. Y esas microexigencias: ‘No, porque como ahora se come de cualquier manera…’.

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Foto: Universidad de Los Andes.

Diario Criterio: ¿Cómo analiza a esta nueva generación que se está haciendo esas preguntas y que ya no está dispuesta a negociar y a aceptar eso?

P.B.: Hacen negociaciones tempranas, que yo creo que les resuelven muchas cosas. También estoy hablando aquí de generaciones, de la de los padres, de la que me correspondió a mí, y de los hijos. Yo veo que mis hijas, por ejemplo, se establecieron unos pactos de equidad. Hay de todo, ¿no?, porque hay las que también se equivocaron y hombres recalcitrantes que tienen 40 años.

Creo que ahora, incluso, me atrevería a decir que hay hombres que están sometidos, y pienso que tienen miedo. También he estado leyendo –lo que pasa es que en América Latina vamos como 50 años atrás de todo– que, por ejemplo, en los años 70 hubo unos hombres que empezaron a quejarse y a decir: ‘Equidad, ¿cómo así?, pero yo tengo que pagar el restaurante; o sea, yo sigo siendo el que saca la billetera, ¿cómo así?’. Y fíjate que eso cambió.

En Estados Unidos se sientan los dos a comer y cada uno paga lo suyo, es decir, desidealizar eso y bajarlo del concepto amoroso, el romántico: ‘Es que él me ama, pero, además, paga’. Los hombres también empezaron a reclamar, ‘¿Por qué yo tengo que ser el proveedor?’. Cuando el matrimonio estaba establecido así, ellas en la casa y ellos afuera, ellos comenzaron a decir, cuando ellas salieron a la calle: ‘Ah, pero ella se gasta la plata en eso y yo me la gasto en los hijos’. Todo se ha tenido que reacomodar.

Diario Criterio: En este panorama, ¿dónde queda el concepto de lo caballero?

P.B.: Es que eso también era una manera de subyugar, era un disfraz de la subyugación: ‘Tú eres pura’… Se llegó a pensar que las mujeres no tenían deseo sexual y que los hombres eran los que se tenían que controlar. Hubo toda una época en que las cosas se plantearon así: ‘Idealizo a la mujer, la convierto en una especie de virgen extraordinaria, que además da la pauta moral, y yo soy el que tiene que luchar contra el ímpetu natural, mis instintos; como yo soy hombre, tengo unos instintos desaforados’.

Hubo una idealización tremenda del matrimonio. Lo que pasa es que eso en América Latina funciona distinto. ¡En la costa Atlántica cómo será lo de la idealización del matrimonio! Mira los vallenatos: ‘¿Yo cuándo voy a llegar a la casa?, pasado mañana, y tú me perdonas, porque tú eres la señora de la casa, la reina’.

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Diario Criterio: Regresemos a Emilia. A través de los capítulos, se ve cómo ella se va desmoronando. Aunque haya momentos felices, uno en la vida, inevitablemente, también se desmorona, ¿no le parece?

P.B.: Yo creo que sí. Por eso planteé el tema de la vejez, porque es muy difícil sostenerse de una manera optimista, uno ve que van empezando a aparecer cosas que le hacen a uno la vida más difícil, que los pies, que las rodillas, que no hay que engordarse, un montón de exigencias que le hace la sociedad a la gente, ‘¡Sé joven!’, ‘¡Camina mucho!’, ‘¡No comas no sé qué!’, y todo eso en contraste con un cuerpo al que cada vez hay que lucharle más, en muchos casos desde los 30 años.

Pero, además, tú vas conociendo a la gente, te vas defraudando, vas mirando que un país da vueltas y da vueltas en lo mismo. Y amenazas todavía peores, ¿qué me dices de una pandemia que te hace ver que el universo va hacia el caos y hacia la destrucción, y tú empiezas a pensar en tus nietos?

Y las pandemias se van a repetir, ya nos lo dijeron; el polo norte se está deshielando y por allá se está quemando todo. Cuando tú miras ese panorama, en el alma pasan cosas. Es un proceso de desintegración, eso es envejecer, como un pequeño desmoronarse diario y sostenerse con lo que se pueda. Hay quienes se sostienen comprando o viajando.

Diario Criterio: En Qué hacer con estos pedazos hay un bebé que muere a los 9 meses…

P.B.: A una amiga le pasó eso. Quise mostrar cosas silenciadas. La muerte de ese niño en la novela causó culpas, la mamá, incluso, está pensando que ella no lo cuidó suficiente, y puede ser que el marido esté echándole la culpa inconscientemente a ella. En realidad, ¿sabes para qué lo puse? Para mostrar la capacidad de agresión de ese marido; cuando él abre ese clóset y tira las cosas al piso, se cae todo.

Quise mostrar que, ante una cosa sagrada como es el recuerdo del hijo muerto, un marido brusco, agresivo y egoísta puede llegar hasta patear cosas que para los dos deberían ser sagradas. Es un matrimonio marcado por una herida, pero en el que de eso no se habla. Emilia ya descargó la culpa, ella tenía culpa de todo. Es un personaje que tiene como una parte muerta, ¿no te parece?

Diario Criterio: Ahora que lo dice, sí.

P.B.: A ella la sostiene lo que hace, pero ella ya hizo una renuncia muy grande: renunció al amor, ni más ni menos, y tiene una hija en quien puede poner todo el amor y la hija no se lo recibe. Fíjate que una amiga mía me llamó y me dijo: ‘Mira, esa novela me hizo acordar de un título de Juan José Millás, La soledad era esto’. Hay una cosa que yo siempre reivindico en todas mis novelas, la amistad. Emilia tiene amigas, y la amistad es como el último refugio. Cuando las mujeres estamos muy solas, nunca estamos del todo solas si tenemos una amiga.

Diario Criterio: Las amigas le enseñan a Emilia muchas cosas, ella busca liberación.

P.B.: En el fondo, yo estoy hablando de lo que significa el prójimo. El prójimo es eso que, por naturaleza, nosotros cuidamos. Hay una solidaridad innata en los seres humanos que no hay en los animales. Se cayó la señora en la calle y todos corremos a levantarla, y, sin embargo, los seres que tenemos cerquita, los que nos rodean, nos ponen un límite.

Nosotros nos podemos mover hasta donde ellos nos dejan. La mamá pone una presión, el hermano pone una presión, la hija hace unas exigencias, vivimos incómodos porque no nos dejan ser tan libres como deberíamos. ‘Quiero ir a una fiesta sin mi marido, porque qué dicha yo allá y despiporrarme, pero ¿cómo le digo que me voy sola?’.

Diario Criterio: Pero a veces las personas dejan que se impongan esos límites...

P.B.: Claro, y es lo otro que quiero mostrar, que las mujeres nos liberamos de un montón de cosas, pero seguimos con un mandato ahí: ‘Ay, yo me voy ya, porque fulanito ya debió llegar’, ‘Es que yo no quiero que se vaya a mortificar; aunque él no me muestre que está mal, yo no quiero que él…’. Es un mandato de la mamá y de la abuela, que tenemos ahí. Y también hay mamás que controlan a los hijos: ‘Oye, ¿dónde estás y a qué hora vienes?’, ‘¿Con quién es que estás?’. Hay una tendencia al control.

*Cronista y director de la Feria del Libro de Montería.

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