Por quién hablan las estatuas, en especial las caídas en desgracia

El primer día del paro nacional, el 28 de abril, comenzó en Cali con el derribamiento de la estatua de su fundador Sebastián de Belalcázar, por miembros de la comunidad misak. ¿Qué significa derribar una estatua? ¿Qué significa erigirla? ¿Quién decide cada uno de estos actos y con qué autoridad?

Las luchas por el pasado, articuladas en el tema de las estatuas, derivan su vehemencia del hecho de que es en él donde está en juego el presente. Narrar el pasado equivale a constituir el presente: quiénes somos y quiénes quisiéramos ser. Así que la discusión sobre las estatuas no se da exclusivamente en el campo de la exactitud de los hechos históricos sino principalmente en aquel de la reconfiguración de nuestra identidad. Por ello, las estatuas tienen voz y nos hablan no desde el pasado sino desde el presente.

De qué nos hablan

La estatua de Belalcázar no nos narra eventos históricos ocurridos hace casi 500 años. Más bien, nos ofrece una interpretación de nosotros mismos, de la sociedad a la cual pertenecemos, de cómo queremos entendernos. Existe una inestabilidad y fragilidad esencial al interior de una estatua, entre su materialidad y solidez, a prueba del tiempo climático, por un lado, y su exposición a las inclemencias del paso del tiempo histórico, por el otro.

Las estatuas son estructuralmente inestables debido a que están construidas por material histórico, y todo material histórico, en cuanto tal, está sujeto a revisión porque ni el tiempo ni la capacidad reflexiva y crítica de los seres humanos se detiene.

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Enmascarar la impermanencia de lo histórico detrás de la permanencia de lo material constituye la intención de quienes erigen una estatua. El acto de erigir equivale al acto de congelar, de autorizar una voz particular como la voz oficial, ofreciéndonos un reflejo de cómo un grupo particular de personas se quiere constituir. Erigir una estatua establece un monólogo debido a la verticalidad de su estructura.

La estatua está erigida sobre un pedestal que autoriza y amplifica su voz, simultáneamente ahogando otras voces. Es necesario alzar la mirada ante ella y asumir una postura pasiva de recepción. Las estatuas tienen voz, pero no escuchan. Ante una estatua siempre se debe preguntar quién la erigió y, más importante aún, a nombre de quién. Esto dará respuesta a la última pregunta: a quién silencia.

Muchas estatuas son estructuralmente inestables por otra razón. Si se analizan lo suficiente, revelan una inconsistencia o contradicción entre su enunciado, su pronunciamiento visible, por un lado, y su práctica, por el otro.

Este es el caso de la mayoría de las estatuas de conquistadores y figuras libertadoras de varias naciones en América. Han sido erigidas para enunciar fundaciones de poblaciones y liberación de territorios para ciertos segmentos de la población, a costa de la subyugación y/o exterminio de otros: discurso de libertad y práctica de esclavización; discurso de fundación y práctica de destrucción. Estas estatuas se caen por su propia inconsistencia. El paso del tiempo simplemente ha desentrañado las contradicciones latentes en ellas.

Se podría objetar que dichas contradicciones no existían en el momento de ser erigidas; que para los conquistadores y los habitantes de esa época los nativos del nuevo mundo no eran considerados propiamente humanos y por lo tanto no merecían la libertad.

Sin embargo, la primera mitad del siglo XVI en España estuvo marcada por debates legales, teológicos y políticos sobre el estatus de los pobladores nativos de América, como lo demuestra el famoso debate entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda en Valladolid entre 1550 y 1551. La contradicción ya infectaba al conquistador cristiano.

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Firmemente inestables

Las estatuas de Stalin, que comenzaron a desaparecer después de su muerte, y las de Lenin, que comenzaron a desaparecer después de la caída del muro en 1989, cayeron por su propia inestabilidad generada entre la promesa de libertad del proletariado y su subyugación a un estado omnímodo; entre la promesa de un hombre nuevo y el exterminio de millones.

Esta inestabilidad consiste en vencedores convertidos con el implacable paso del tiempo en vencidos a los ojos de la historia. Su inestabilidad no consiste en una contradicción simultánea como la de Belalcázar, entre fundación y destrucción, sino en una contradicción constituida con el paso del tiempo, entre promesa y fracaso. El derribamiento de estatuas sirve en estos casos como comprobación del incumplimiento de promesas hechas. Revela la importante verdad de que hay ciertos sueños que tal vez sea mejor no haber tenido.

A veces el derribamiento de una estatua podría generar la apariencia de un juicio injusto con el personaje histórico en tanto la estatua no celebra aquello que su derribamiento critica. Una estatua de David Hume en Edimburgo no celebra su racismo sino sus contribuciones a la Ilustración escocesa, elemento importante del humanismo europeo del siglo XVIII. Sin embargo, es evidente la inestabilidad generada por un ilustrado racista, al margen de cuántos ilustrados racistas habitaban Europa en dicho siglo.

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El inexorable tiempo

Con su derribamiento no se intenta negar sus logros intelectuales, que pueden haber sido muchos. Más bien, se intenta poner en evidencia la manera en que el racismo permeó y permea aún sociedades ilustradas, humanistas y liberales. La injusticia con los logros intelectuales de Hume, ocultos tras la denuncia de su racismo, se ve superada por la importancia de la reflexión sobre cómo pueden los discursos humanistas estar apoyados en actitudes racistas.

Esto nos ayuda a abrir los ojos al carácter estructural del racismo de nuestro pasado que sigue siendo parte de la arquitectónica de nuestras sociedades. Hume es uno de tantos arquitectos ambiguos de nuestra modernidad: humanista con una definición excluyente de lo humano. ¿Celebramos el edificio y a uno de sus arquitectos o les damos voz a los que lo construyeron sin ser autorizados a entrar en él? El derribamiento de una estatua de Hume muestra que el racismo, más que una grieta estructural, es una columna sin la cual el edificio no habría podido ser construido. El problema radica en que nos vendieron la idea de una construcción sin guardia a la entrada.

El papel de las estatuas, entonces, consiste en darle corporalidad a la equivocación humana. Ellas son los símbolos del error moral en el que, como seres históricos, estamos abocados a habitar. Las estatuas se erigen con el único propósito de creer aun en el progreso humano cuando decidimos derribarlas.

Esto conlleva un peligro propio: la satisfacción de la certeza moral que acompaña al derribamiento. No solo se desenmascara un error moral: se hace desde la certeza de haber arribado a la verdad. Muchas veces el polvo que se levanta al caer la estatua nos enceguece. Certeza moral es ceguera moral. En lugar de ofrecernos la verdad, el derribamiento de estatuas nos debe ofrecer un mapa de errores por los que ha transitado, y seguirá transitando, la humanidad: una cartografía de la inestabilidad donde Belalcázar, Stalin y Hume nos ayudan a volver a mapear el mundo que deseamos habitar.

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