Preguntas
Dos veces que me acuerde he temblado ante un río de preguntas que no piden respuesta.
La primera vez fue leyendo el libro de Job. Las preguntas las hace Yahvé y están llenas de ironía y de sarcasmo, son rabiosas y muy crueles; su función, además de un despliegue impresionante de poder retórico, es que Job sea consciente de su pequeñez, su ignorancia y su impotencia. Son preguntas del tipo: ¿acaso estabas vivo cuando yo creaba el mundo?
Esas preguntas están bien para Dios, al menos cuando está de cierto humor, y aunque están llenas de energía poética, no me interesan tanto ahora. Tienen, eso sí, algo muy bueno, además de producir terror, que es una emoción valiosa y preciosa, y es que no están hechas para ser respondidas. Eso está muy bien, porque ¿a quién le interesan las respuestas?
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La segunda vez, pero fue algo muy distinto lo que sentí, fue leyendo las preguntas que hace Whitman en el primer poema luminoso y extenso de Hojas de Hierba. Aquí van unos ejemplos:
“Las almas moviéndose una junto a otra … ¿son invisibles mientras el más pequeño átomo de una piedra es visible?”.
O esta, particularmente importante:
“Buey que arrastras el yugo o te detienes en la sombra, ¿qué es lo que se expresa en tus ojos?”.
O esta, una de las más ambiciosas:
“¿Qué es un ser humano, de cualquier manera? ¿Qué soy? ¿Y qué eres?”.
No tenemos ningún chance de responder. Son más de sesenta preguntas las que hace Whitman, o quien sea que hable, y todas tienen la misma fuerza tempestuosa, persuasiva, el mismo ritmo exaltado, la misma capacidad visionaria.
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A diferencia de las preguntas del libro de Job, que nos excluyen de la fuerza creadora (tú no existías mientras yo creaba el mundo), y aspiran a ponernos en nuestro sitio, las de Whitman están hechas para que participemos de esa fuerza, de un flujo radiante sin razón y sin respuesta. Son preguntas que nos llaman y nos dicen: la más amplia experiencia, toda la experiencia, es tuya. Tómala. Abandona tus ataduras racionales y domésticas y entrégate a algo que exige más que el asombro: la vida.
Nuestra respuesta no puede ser una frase más o menos inteligente o bella. Tampoco la contemplación es la respuesta. La única respuesta posible la da Whitman en otro verso y es: “arranca las puertas”, que es como decir “abre en verdad tu alma”.
En general no podemos responder a las preguntas que en verdad son preguntas. Una buena señal para identificar una pregunta importante es que no podemos responderla, pero podemos asumirla. Nos cuesta creerlo y es casi imposible dar cuenta de ello, pero podemos asumir la verdad. Esta es la enseñanza más importante de Whitman. Y sus preguntas nos hacen ver, o mejor, sentir, las fuerzas de la vida que se acumulan en nosotros. Nos pueden ayudar a no desperdiciar esas fuerzas, a ser generosos con ellas y gracias a ellas. Sus preguntas nos piden que no nos contentemos nunca con usar las fuerzas de la vida en dosis pequeñas.
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También en la vida sencilla de todos los días hay preguntas que vale la pena rescatar. ¿Dormiste bien? ¿Qué soñaste? ¿Cómo sigues? ¿Qué haces hoy?
Lo digo sin ironía. Entiendo que después de Whitman, estas puedan parecer decepcionantes. Pero en realidad son preguntas muy enigmáticas. Más vale no intentar escribir Hojas de hierba con ellas, pero no debemos despreciarlas porque presuponen lo increíble: que a ratos nos cobija el tejido evanescente del sueño y que a pesar de eso despertamos; suponen que, por alguna fuerza rara, después de la enfermedad o la tristeza, seguimos. Dan cuenta de una no interrupción muy extraña. Suponen que se puede dormir bien o mal, que tenemos un día por delante para hacer algo. A veces preguntas tan simples como “¿cómo estás?” son hechas por los labios del amor y la gentileza. Así que cuando alguien les pregunte ¿cómo sigues?, ¿cómo estás?, ¿qué haces hoy?, no se aburran: celebren el misterio, a una escala menos tremenda y salvaje que la de Whitman.
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