Gritos, embustes y negocios para impulsar un proyecto corrosivo
Diciendo las mentiras que sus votantes quieren que les digan, y, sin la más mínima sustentación, van erosionando el Estado de Derecho, las leyes y las instituciones que lo constituyen. Mintiendo van construyendo, poco a poco, un Estado de opinión.
El 14 de diciembre de 2012, Adam Lanza, de 20 años de edad, mató a su propia madre, a seis adultos más y a 20 estudiantes que tenían entre seis y ocho años. A la madre, Nancy, la asesinó en su cama. Las otras personas recibieron disparos hechos por Lanza en las instalaciones de la escuela Sandy Hook, ubicada en Newtown, Connecticut, Estados Unidos.
Pocas horas después de perpetrada la matanza, el locutor Alex Jones dijo que eso, en realidad, no había ocurrido; que todo era un montaje para que la opinión pública se pusiera en contra de la libertad de compra, venta, porte y uso de armas.
A partir de ese momento, y durante varios años, Jones mantuvo su mentira. Para hacerla más creíble, inventó que los padres y madres de las víctimas eran actores y actrices contratadas, específicamente, para que hicieran denuncias y mostraran tristeza ante los medios de comunicación.
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El embuste creado por el locutor, además de negar la realidad y de infringir más y más dolor a las familias de las víctimas, corrió por las redes y se volvió una verdad irrefutable para sus millones de seguidores. Lo dicho por élrecibió, también, el apoyo más o menos explícito de dirigentes políticos que, a su vez, consiguen enormes aportes económicos de los fabricantes de armas.
Con sus mentiras infames, Alex Jones amplió su audiencia, aumentó el número de sus seguidores en las redes sociales, acrecentó su ya inmensa fortuna y tiene cada vez mayor influencia en el Partido Republicano estadounidense.
Claro que no todo le sale gratis: grupos de víctimas lo han demandado y, según informan la cadena CNN y el diario El País de España, ha tenido que reconocer que el tiroteo fue real; ya se le obligó a disculparse con las familias afectadas y se le condenó a pagarles alrededor de un millón de dólares por concepto de indemnizaciones. Sus cuentas quedaron retiradas de plataformas como Facebook, YouTube y Twitter.
Jones ha perdido varias batallas legales y sabe que, aunque persista en ellas, no tiene impunidad garantizada al 100 %. En cambio, como dice Oliver Darcy, “el proyecto corrosivo que lo catapultó a la fama y la fortuna en la derecha política está aquí para quedarse. Y es más popular que nunca (…)”.
¿Cómo es ese “proyecto corrosivo”?
Intentaré dar algunas respuestas a esa pregunta, de manera que también, eventualmente, sirvan como pistas para definir si hay imitadores y contrapartes de ese proyecto en nuestro país. Ustedes sabrán quiénes son.
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De entrada, es necesario establecer que el “proyecto corrosivo” tiene unas formas y unos contenidos diseñados como negocio. Lo encarnan empresas de comunicación (unipersonales, sociedades comerciales o entidades que hacen parte de conglomerados) cuyo propósito último es el enriquecimiento de sus propietarios.
La información como negocio no tiene ningún compromiso con la verdad. Solo se ocupa de la rentabilidad. Y esta se puede conseguir difundiendo mentiras, tal como ocurre con algunos medios y periodistas nacionales.
Ese tipo de empresas difunde lo que un público, con el que comparten modos de vivir la vida y/o simpatías políticas, quiere leer, ver o escuchar. Como animales que se alimentan de sí mismos, cuánto más producen ese tipo de información, más fidelizan a su clientela; entre más fidelidad de sus seguidores, hay más nuevos seguidores y más producen esa información, y mientras más hay de todo lo anterior, más anuncios venden. Les crecen la audiencia, los anunciantes y la billetera. Y siguen mintiendo.
Los proyectos corrosivos han creado un tipo de persona que los hace reales. Esa persona encarna tanto y tan bien al proyecto, que ella se convierte en el proyecto. Son imitaciones casi perfectas de Alex Jones: caras adustas, gritos y manoteos, cuando están en la pantalla. Ante el micrófono del podcast, del Tik-Tok o de la radio, son altisonantes, solemnes, plenos de prosopopeya, o se dedican a parecer gente chistosa sin miedo al ridículo que, casi siempre, hacen. En la prensa escrita, solo repiten lo que les entregan sus fuentes, con las que también comparten intereses.
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En todos los formatos, esas personas se dedican a lo mismo: a difundir mentiras. Si se les cuestiona, contratacan invocando la libertad de prensa y de opinión o se citan entre sí para que el acuerdo entre ellas se convierta en una verdad mayoritariamente aceptada.
Algunas incursionan, directamente, en la política. Resultan elegidas y, ahora, las vemos ejerciendo el cargo público como si no hubieran dejado de ser la periodista, la youtuber o la tiktoker que fueron: desde su curul, gritan, insultan, manotean; acusan, sin pruebas, a la política y a quienes la ejercen de ser el origen de todos los males que hoy aquejan a la sociedad. Así, el proyecto corrosivo logra la finalidad de la cual proviene su nombre: corroer la democracia.
Diciendo las mentiras que sus votantes quieren que les digan, y, sin la más mínima sustentación, van erosionando el Estado de Derecho, las leyes y las instituciones que lo constituyen. Mintiendo van construyendo, poco a poco, un Estado de opinión.
Estas personas que, como comunicadoras, imitan a Jones, asumen en la política nacional las propuestas de Uribe Vélez y el comportamiento de Rodolfo Hernández. Aunque lo nieguen, aunque lo oculten, aunque en algunos casos, estén en contra de esos dirigentes.
Ellas, ellos y ustedes saben a qué periodistas y empresas de comunicaciones me refiero y qué opinadores, dirigentes políticos y congresistas impulsan este proyecto corrosivo.
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