Mendigos millonarios
1.589 millones de euros servirían para poder paliar el hambre, pero no la que sigue sintiendo el PSG en Champions League, cuya tenia que socava sus entrañas sigue fagocitando euros sin poder saciarse del todo. Esa lombriz que recorre sus intestinos se traga todo y hace ver a ese club citadino, poco pasional y tranquilo, que apenas celebraba las llegadas de Yepes, Rothen o Pauleta, como un cuerpo famélico que no se cansa de devorar platos y trayectorias futbolísticas.
Porque el PSG era simpático en aquellos lindos tiempos de Ginola -uno de los futbolistas más infravalorados en la historia- Weah, Lama y Raí, con quienes alcanzaron a husmear las semifinales de la Champions a punta de buen fútbol. Incluso cuando Ronaldinho apareció por el Parque de Los Príncipes -de los más lindos nombres dados a un estadio-, el agua entró por todo el casco de aquel barco que por esos años conducía el capitán Vahid Halilhodzic, entrenador valioso pero que tuvo que lidiar con la molestia de no poder llevar a ningún lugar al PSG, que, recuerdo mucho ese evento, alguna vez salió con todos los vidrios rotos de su bus tras una derrota frente al Guingamp.
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Iban 0-2 arriba los parisinos, con golazo de Ronaldinho incluido- y el local les volteó la torta 3-2, siendo gran figura un jugador por el que hoy el PSG sería de ir all in con sus malditos billetes: Didier Drogba, jovencito prometedor, sometía a Pochettino y compañía en una tarde horrible, pero común para el PSG.
Después empezaron a llegar todos, primero con modestia (Lugano, Sirigu, Luyindula, Thiago Motta y Pastore) y luego con ese descaro desagradable de quien supone que el dinero es lo mismo que el pasaporte para atravesar la puerta que sea: Messi, Ramos, Neymar, Donnaruma, Mbappé y tantos otros que aterrizaron allí porque hay plata suficiente, más allá del mérito individual: one hit wonders como Icardi, Kehrer, Draxler, Kean, Rico, Ruiz, Jesé vistieron esos colores y realmente aquellos nombres finales correspondían a lo que era una nómina real del PSG de antaño.
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Nasser Al Khelaifi impuso el capricho de querer ser rey y se adueñó de la institución a sus anchas, previo aval de Michel Platini, uno de los encargados en su momento de hacer ingresar las inversiones de Qatar a su nación. Y Al Khelaifi, hoy involucrado en un lío de secuestro, extorsión y tortura sobre un empresario de su país que empezó a sufrir porque dijo contar con pruebas suficientes que dejarían muy mal parado al mandamás del club francés en todos los entuertos que decidieron que Qatar fuera la sede del Mundial 2022, de nuevo tendrá que botar a la papelera hojas de vida de arqueros, defensores, volantes, delanteros y entrenadores sin poder resolver la incógnita de la receta que debe concebir para ser campeón de Europa.
Neymar, dios encarnado para Al Khelaifi, fue la cabeza visible del proyecto que debía llevar a lo más alto al PSG, pero cuando creyeron que ficharon a William Wallace se dieron cuenta de que antes de parecerse al héroe escocés, el brasileño si acaso podía llegar a ser una especie de Chapulín Colorado que cada vez que cumplía años su hermana, se tomaba unas pastillas de chiquitolina para tratar sus lesiones, para empequeñecerse y así hacerse invisible a los ojos de la guardia del club e irse a Brasil, y también se las tomaba a la hora de afrontar partidos límites en los que se forja el carácter y se logran las hazañas que requieren chipote chillón.
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La matrioshka se iba ampliando temporada tras temporada, pero los muñecos, estáticos, sucumbían en su propósito. Y esta vez de nuevo ocurrió. El Bayern los sacudió, recordándoles quién es quién en Europa. Qué pequeño se vio el PSG, qué diminuto, salvo Ramos.
En realidad ese es el tamaño de un club que, si sigue gastando esas millonadas, de seguro ganará en algún momento lo que tanto anhela. Mientras tanto sonríe el corazón de los que creemos en la tradición y en la jerarquía forjada por años de lucha, en la larga tarea de orfebrería de gigantes como Real Madrid, Milan, Liverpool y demás. Es lindo ver que el PSG cae al suelo resbalando en tantas cáscaras de banano que ha lanzado a su propio suelo.
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