Aproximación a Putin y su Rusia
Hoy es muy poco lo que se repite o se cita el apotegma de Ortega y Gasset: “yo soy yo y mis circunstancias”. Hoy, guerra en Ucrania de por medio, Putin es Putin y sus circunstancias son lo que ha sido y es Rusia.
Rusia, una nación que se ha atormentado a sí misma. Su geografía está seccionada: una parte es de Europa y otra de Asia. Igual, su alma se encuentra dividida entre los eslavófilos y los prooccidentales. Sus dos más representativos escritores, Dostoyevski y Tolstoi, ambos escocidos y torturados por instancias cósmicas. En su pasado, del cual la mayoría no reniega, ha sufrido los gobiernos más ineptos, representados en la mayoría de los zares. Más tarde hubo de padecer los mandatos satánicos de Lenin y de Stalin. Nunca democrático, todavía no llega a lo que se considera lo avanzado en materia de sistemas de gobierno.
En los últimos seis siglos Rusia se expandió mediante la apropiación de territorios, usurpación de los mismos, como lo han hecho todos los imperios, el inglés y el norteamericano incluidos. Dos zares ivanes, este, en su orden el III, llamado El Grande, y luego el IV, el siguiente Iván, llamado El Terrible, quien matara a un hijo a bastonazos, siglos XV y XVI, que, respectivamente, expandieron a Moscú, pequeña aldea, defendida si acaso por bosques y pantanos. Pero, un poco más allá de estos, planicies extensísimas que le facilitaron a la pequeña urbe un muy inmenso crecimiento territorial. Y con Catalina La Grande, un imperio, el imperio Ruso. También esas mismas planicies han facilitado las invasiones, tanto de los de los mongoles, como de Carlos XII de Suecia, de Napoleón y de Hitler.
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Pueblo que ha cabalgado sobre ímpetus de grandezas, llamémoslas espirituales. A Moscú la autobautizaron como la “tercera Roma”, la encargada de salvar al mundo de las demás herejías, entre ellas el catolicismo. Además, ímpetus de universal dirección política. Los bolcheviques, arropados bajo la irredenta túnica del proletariado, quisieron convertir a Moscú en la nueva Jerusalén de la revolución marxista mundial. Alma rusa romántica y despiadada al mismo tiempo.
Una nación con demasiadas pulsiones de grandiosidad. Frustradas al fin y al cabo, porque a pesar de ser un país muy rico en recursos, el primero en extensión en el mundo, con señalados maestros en los temas de la cultura, respetado, con triunfos en las guerras, entre ellas aquellas contra Napoleón y en la segunda mundial, ha adolecido de un fracaso fundamental: no ha podido encontrar su verdadero sendero político. En esto han fallado sus dirigentes y su pueblo.
Aunque las anécdotas sean solo eso, la siguiente resume lo anterior. Cuando se visita a Moscú, el guía muestra una enorme campana, derrumbada, mugrienta sobre el prado, una cuarta parte de ella hundida; rota y con un pedazo faltante. Aclara el cicerone: esto es lo que ha sido este país: forja con orgullo la campana más grande del mundo, para honrarse con ella, en lo religioso inclusive, pero luego no la puede levantar, se despreocupa y se resigna, entonces, a dejarla -gobiernos desentendidos- como una muestra de las fracasadas tentativas de grandeza mundial.
Desde los zares, Pedro el Grande, el impulsor de la occidentalización, hasta los bolcheviques, los gobiernos rusos han sufrido de complejos de inferioridad frente a la organización política de Occidente, o sea frente a las democracias. Lo cual no ha sido óbice para que, además de admirarlas, las teman, las odien, las combatan, las compitan, y traten igual de superarlas, e inclusive de extirparlas. Está dentro de sus aspiraciones de grandeza mundial.
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Contradicciones, porque en el alma rusa pervive, no tan escondida, un alma romántica. Un poeta del siglo XIX, más bien desconocido por nosotros, pero muy representativo del espíritu de su país, fue Fiodor Ivanovich Tiútchev. Con inquietudes cósmicas, así poetizó: “De una corriente etérea me llena el cielo las venas”; “silenciosas olas del mar mecen mis sueños.” Escribió también poesía social, en lo que se podría llamar vitalismo político. Uno de sus poemas es clave y lo tituló: “Rusia no podrá ser comprendida con la razón”. Su destino personal se puede parangonar con el de su país: vio morir en sus brazos, jóvenes aún, a las dos mujeres que amó. Frustraciones, para ambos, del destino.
El Putin de Rusia
Dicen sus biógrafos, que Putin es un estudioso de la historia de su país. Podría pensarse, entonces, que no se compadece lo de los románticos con aquello que fue Putin, durante mucho tiempo, algo así como un informador confidencial y aceptado; un pedestre y prosaico secundario agente secreto de la KGB en la Alemania Oriental; y que eso lo marcó, hasta hoy, para juzgar y tratar como tal los asuntos importantes de su conducción política. Que padece –afirman también- de pleonexia personal, o sea del afán de arrebatar aquello que a otros les pertenece. No obstante, si Putin ha profundizado en la historia de su país, con mayores razones, esa, esa historia, la de Rusia y su alma, serán aún más Él y sus circunstancias.
Es claro que tendrá también sus razones inmediatas y utilitaristas para proceder en su deseo de incorporar a Ucrania a Rusia. O el temor a la OTAN. O la intención de no verse aislado. O la de jugar un papel más importante en la geopolítica mundial. No son incompatibles con un romanticismo, y más en un alma espiritualmente dividida como lo es el alma rusa.
Vale aquí una anotación en relación con los políticos que aman a la historia. Bueno es que sea así, que aprendan de ella, pero deben proceder con cautela y mesura, porque la historia, proyectada hacia el futuro en un hombre de poder, se puede tornar en una amante insaciable, celosa, exigente de superaciones. Cada vez que oigo a un líder político, grande o mediano, proponer iniciativas “históricas”, con temor me llevo la mano al corazón, porque, me pregunto, ¿cuántos sacrificios y miserias se le exigirán a ese pueblo para jugar, para ese líder y para ese pueblo, ese tal papel “histórico”? Se hipnotizan los dos a sí mismos frente al espejo de su historia. Dichosa Suiza, país sin ínfulas ni pretensiones, que ha flotado, trabajado y aún dormido, tranquila en medio de la que enantes fuera esa Europa, reiteradamente convulsa y bañada por tantas y casi que mortales tempestades.
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