¡Qué cosa tan hijuep..!

Culotauro, un ‘youtuber’ colombiano que es el autor y conductor de Por La Ventana Podcast, me hizo pasar uno de los momentos más divertidos de los recientes días y también de los más extraños. Además de meterse en actitud de “carro bomba” al club de oficiales de la Policía, y sobrevivir tomándole el pelo a los patrulleros que nos salieron al paso y finalmente reconocieron que estaban al frente de un comediante en plena función, propuso con sus compañeros el tema del sentido de hablar con palabras gruesas.

No dudo que, por cuenta de mi pelo blanco, mi gesto severo y la edad, estaban inquietos acerca de la cantidad de palabras bruscas que suelen usar en su comunicación y, en un pasaje de la conversación, el tema propuesto fue el uso de las groserías. Fue una intervención breve y por lo tanto no hubo mucho desarrollo sobre el tema, pero es significativo que los “rejóvenes” que estaban en la tertulia aceptaron la reflexión que propuse acerca del lenguaje “grosso”.

Echar un madrazo de cualquier calibre ante, por ejemplo, un martillazo en el dedo que sostiene la puntilla contra la pared o la herida causada por el cuchillo afilado con el que pelamos la papa no solamente es legítimo, sino, diría yo, obligatorio o inevitable.

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También propongo que reconozcamos que, ante un martillazo en el dedo gordo de la mano por cuenta de falta de puntería, el madrazo tiene que ser proporcional a la intensidad del hijuep… dolor. No sería justo ante semejante autoagresión decir algo como: “Ayjuemíchica. Erré en la puntería”. En caso de algo así estaríamos ante un hecho fenomenal.

Entonces, dejemos por ahora acordado que decir palabras burdas para exclamar dolor, frustración o rabia no solamente es legítimo sino casi inevitable.

Las palabras, todas, tienen una carga positiva de energía, como pasa con los elementos químicos de la tierra que tienen un peso, una masa y una carga específica y única. Las palabras, una tras otra, componen potajes conceptuales que conllevan un efecto en el receptor. “Le presento a mi señora” es lo mismo que decir “le presento a mi mujer”, pero no producen la misma energía en el resultado.

Por eso es tan valioso que existan las ‘malas palabras’, porque ellas nos permiten exclamar. ¡Exclamar! Esa acción sin la cual los humanos implosionaríamos y explotaríamos a los pocos años de vida. La exclamación no es un argumento o una denuncia, mucho menos una ofensa, es la salida energética de carga intensa y comprimida siempre asociada a sentimientos entrañables, ya sea en la escala de lo doloroso o de lo excitante. La risa, el llanto, el grito y la puteada son exclamaciones. Sirven para poco en la dimensión objetiva, pero ayudan mucho al que padece. Entonces, dicho esto, ¡vivan las groserías!

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Difícil se pone la cosa cuando la falta de educación, de entrenamiento, de sensibilidad o el exceso de pereza invitan a usar las ‘malas palabras’ como comodín para no decir nada y tratar de decirlo todo. “Es que menganito de tal es un hijuep…” Ok, estás brava con menganito, y lo que te dijo o hizo te tiene furiosa, pero ¿a qué te refieres con que es un hijueputa? Porque eso solamente dice una cosa clara, que estás furiosa, pero no ilustra, explica o convence; y no me contestes a mi pregunta con que un hijueputa es un hijueputa porque eso no nos lleva a ninguna parte distinta que tu rabia.

La muletilla ‘marik’ o ‘hueón’ (importada de los chilenos) está buena para la pubertad, pero en la vida real, meter un ‘marik’ o un ‘hueón’ cada tres palabras ensucia la comunicación, la desciende y la llena de ruido que termina contaminándola. 

Como lo afirmé en el pódcast mentado, soy “malhablado” cuando quiero, y no tengo asociaciones morales con la selección de las palabras. Nada más consolador que un putazo ante un evento doloroso, como el del mentado martillo. Pero volver la exclamación una permanente afirmación es como decidir caminar en las manos todo el día.

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