¿Qué fue primero, el huevo o la palabra?

Los inventos no tienen fecha precisa, pero el lenguaje carece incluso de una fecha aproximada. Tenemos los picos de la temperatura del planeta en los últimos 200.000 años, la curva de la tasa global de homicidios en los últimos 70.000 e incluso aparatos capaces de escuchar el eco del Big Bang, una reliquia de 13.700 millones de años («radiación cósmica de fondo» la llaman los físicos, que son buenísimos poniendo nombres) pero nadie sabe cuándo apareció esa criatura efímera y eterna, la palabra. 

Sabemos, sí, quiénes fueron sus artífices: la bipedestación, el dedo pulgar y el fuego. Aunque los textos la reseñan con desgano, la bipedestación fue otro invento genial. Por él pasamos de cuadrúpedos a bípedos. Pudo ser una creación del miedo: necesitábamos erguirnos para aumentar el radio de nuestra visión, escanear mejor el entorno y huir de los predadores. Pudo ser un impulso romántico: nos erguimos para oliscar las estrellas. Pero también pudo ser un bluf. Una fanfarronada.

Nada nos cuesta imaginar que el hecho ocurrió una tarde belicosa. Dos homínidos peleaban a muerte por poco o por mucho, quizá por una piedra roja. Uno de ellos, el que iba perdiendo, vaciló entre el miedo y la ira, tuvo una inspiración súbita, se paró en sus patas traseras, duplicó su estatura, rugió furiosamente, avanzó resuelto a todo, el otro se acobardó y el gesto, el altivo gesto se volvió una estrategia tan exitosa que ya no volvimos a caminar en cuatro patas jamás. Desde esa tarde somos altos, altivos, atentos, románticos (y fanfarrones).

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El paso de cuadrúpedo a bípedo tuvo tres consecuencias: liberadas de la función locomotriz, las patas delanteras pudieron cargar objetos. A fuerza de cargar y asir con dificultad los objetos el dedo pulgar se apartó del plano de los otros dedos y pudimos agarrar muy bien las cosas, y la trompa del homínido se acható, hecho que afinó de manera sorprendente la calidad de nuestra fonación. 

Con la domesticación del fuego la dieta se enriqueció, crecieron el volumen y la masa del cerebro y las conexiones neuronales aumentaron vertiginosamente.

Todos estos fenómenos contribuyeron a la evolución de esa larga curva sonora que va del gruñido a la interjección, de los ruidos guturales al gemido, al suspiro, al arrullo, al silbo y al día luminoso de la palabra clara, nítida, distinta. Con el tiempo, entonamos canciones y elevamos plegarias con la esperanza de conmover a los dioses. 

Pero hay un suceso que los lingüistas no han contemplado. Sin él, todo lo anterior habría sido inútil y la palabra habría muerto, inédita, en las profundidades de la faringe. Hablo de la invención del huevo, la audaz idea de meter el mar y un embrión en una cápsula calcárea bella, fuerte y liviana, impermeable a los líquidos y porosa a los gases. 

El huevo volvió portátil la incubación. Nuestros abuelos acuáticos pudieron abandonar las aguas y conquistar la tierra gracias a ese estético y ovoide prodigio. Como las escamas resultaban pesadas fuera del agua, los exploradores de tierra firme se dividieron en dos grandes grupos: los primeros adelgazaron las escamas en plumas y alzaron el vuelo. Los segundos las convirtieron en pelo, como incitando caricias. 

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Algunos nostálgicos, como el cocodrilo, regresaron al agua. Un mamífero excéntrico, el murciélago, aprendió a volar con alas peludas.

Y ¿qué tiene que ver el huevo con el lenguaje? Todo, porque el agua no conduce bien el sonido. El aire, en cambio, tiene la elasticidad perfecta para captar y transmitir diferencias tan sutiles como las que vibran entre una M y una N, entre una X una S. La atmósfera era el medio adecuado para que, millones de años después de la invención del huevo, el lenguaje humano tuviera un soporte de alta definición y las generaciones pulieran, con oído y corazón, esas obras maestras que contienen en potencia todas las fábulas, todas las canciones y todas las plegarias, las lenguas.

Los antropólogos creen en los poderes del fuego y están convencidos de que en sus lenguas flamígeras reside el secreto. Predican que el fuego enriqueció la dieta, aumentó el volumen del cerebro y el número de las sinapsis posibles y puso a punto el sistema nervioso central, y que esta entidad, la más fea y organizada del universo, nos hizo tan inteligentes que fuimos capaces de inventar el lenguaje. 

También pudo ser al revés, digo yo. Pudo ser que nos topamos por accidente con el lenguaje. El huevo, la bipedestación, el pulgar oponible y la domesticación del fuego eran una serie de sucesos muy improbable, de esas cuya probabilidad tiende a cero, pero se dio (en grandes intervalos de tiempo, lo improbable resulta posible) y un día nos despertamos con un sistema fonatorio finísimo y encontramos en la boca la palabra y los fonemas que nunca habíamos soñado.

Con los días y los milenios, los oficios y el amor (y la ira, por supuesto) aprendimos a combinar esos fonemas para nombrar cosas y esta precisión verbal estimuló el pensamiento, operación que terminó de modelar el prodigioso sistema nervioso central. Quizá fue el lenguaje y la palabra lo que nos hizo inteligentes; quizá somos sus hijos, no sus padres.

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11 Comentarios

  1. Julio Cesar es un mago que nos invita a pensar en las cosas fundamentales para que seamos los orgullosos y destructivos seres humanos. Los inventos que ahora nos descrestan, son meras consecuencias de ese sublime acto con horrible palabreja: bipedestacion. Excelente columna.

  2. Gran viaje evolutivo. Quizás el consumo de plantas psicoactivas o de hongos fantásticos ayudó también a estimular la sinapsis y potenciar la red neuronal, como bien insiste el profesor Terence McKenna.

  3. Contando con la historia y la antropología como telón de fondo, las columnas de este Julio Cesar Londoño contribuyen con elocuencia y majestuosidad a ese que será uno de los mejores ensayos literarios sobre la civilización y la construcción de lo humano. Gracias Julio .

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