Recicladores de Puente Aranda: vidas en llamas, almas sin techo
Cientos de personas que fueron desalojadas de un predio de la Universidad de Cundinamarca hace un par de semanas terminaron en medio de un voraz incendió que destruyó todos sus cambuches y escasos enseres. Ahora, tratan de rehacer sus ‘hogares’ en calles aledañas, a la espera de que el Distrito les ayude a buscar soluciones.
“Me gustaría hablar con la alcaldesa (Claudia López) y preguntarle por qué trata a la humanidad así“. Este es el reclamo de Abraham Posada, uno de los cientos de recicladores que, el pasado viernes 8 de octubre, perdieron lo poco que tenían.
Aquel día, miembros de la fuerza pública desalojaron a 120 familias de recicladores que habían invadido un predio de la Universidad de Cundinamarca, empujados por la situación económica que agravó la pandemia. El operativo terminó en un grave incendio.
Allí, en los alrededores de la cárcel La Modelo, aún quedan cenizas y escombros. Y a tan solo dos cuadras vuelven a alzarse unos 30 cambuches construidos a partir de plásticos, tablas de madera y retazos de ropa.
Puede leer: Ante la ineficacia del sistema judicial, las mujeres prefieren acudir a los ‘escraches’
Almas en llamas
La mañana del desalojo parecía transcurrir en calma. Según los habitantes de la zona, el jueves, tan solo unas horas antes, les comunicaron que debían dejar el lugar al día siguiente. Según la policía, la orden existía desde tiempo atrás.
Pasadas unas horas, el panorama cambió. Muchos no terminaban de empacar sus escasos enseres y las autoridades ya estaban presionando. Ante la insistencia, y para darles más tiempo a las embarazadas, adultos mayores y niños presentes, algunas mujeres del gremio decidieron acercarse a los miembros de la fuerza pública para impedir su entrada.
“¡Por favor! Las cosas, la basura, son de nosotros…”. La mano de una de las mujeres se estiró y se apoyó sobre los escudos de uno de los policías. “¡Esperen, esperen!”. Por un momento, solo se oyeron gritos, reclamos. Luego de unos minutos, la situación empeoró. Ya no solo fueron las mujeres las que les hicieron frente, sino que varios hombres también se unieron al grupo.
Dos estruendos terminaron de anunciar el caos. Algunas personas corrieron, otras siguieron frente a los uniformados obstaculizando su ingreso.
En medio de la confusión, uno de los cambuches se incendió y las llamas se propagaron rápidamente. Su ropa, sus camas, cobijas y maletas fueron devoradas. Sus hogares se desvanecieron y se arremolinaron en escombros. Un hombre intentó desesperadamente sacar a dos de sus animalitos del fuego. No lo logró. Otro joven intentaba salvar a su gata, que se aferraba con las uñas a un pequeño estante de madera. La sacó en brazos. Respiró aliviado.
Otros hombres notaron que Patricia, una de las recicladoras de mayor edad, no aparecía por ningún lado. Recordaron rápidamente que para ingresar a su cambuche hay una sola entrada y una sola salida. Recorrieron el laberinto para llegar a ella. La encontraron tendida en el suelo. No saben qué pasó. Su hipótesis fue que el humo la hizo perder el conocimiento. La tomaron de sus brazos y piernas para sacarla del lugar. Justo a tiempo.
Más de 37 bomberos hicieron presencia y atendieron la emergencia. Valentina*, que solo podía mirar estupefacta cómo las brasas devoraban lo poco que tenía, perdió sus medicamentos, entre ellos, el inhalador con el que controlaba los episodios de asma. Con profunda tristeza, se acercó a varios de sus compañeros, los abrazó y les preguntó: “¿ahora dónde vamos a vivir?“.
Almas en penas
“Claro que sabíamos que debíamos dejar el predio”, le dice a Diario Criterio Abraham, quien perdió a dos de sus perros en el incendio. Pone unos cuantos clavos sobre un trozo de madera y los asegura con un martillo. Se acomoda la camisa verde lima que tiene sobre la cabeza para protegerse del sol y agrega: “No queríamos dejarlo porque ¿quién va a querer desalojar su casa? No teníamos otro lugar para vivir. Para mí, eso era una casa. Yo en ese ranchito podía vivir como vive un presidente en una casa muy lujosa. Yo me sentía como un rey con mis animalitos. Todos vivíamos como una familia”.
Mientras Abraham habla sobre sus gallinas, sus perros y sus gatos, se acerca un niño y le entrega dos bolsas de concentrado. Abraham le agradece y saluda a Valentina, quien se acerca a paso lento.
Ella le cuenta a Diario Criterio que están preparando el desayuno en el sitio donde todos se reúnen. Se trata de un pequeño espacio protegido de la lluvia con una bolsa negra y una tela color hueso. En el centro hay una olla plateada de gran tamaño. Unas 15 personas se acomodan alrededor.
Relacionado: Los recicladores y su eterna lucha por dignificar su labor
Una mujer, que cubre su cabeza y hombros con una cobija azul, le cuenta a Diario Criterio que el mercado que tenían se ha terminado. Que no les queda mucho. Otra, que observa atentamente la conversación, asiente tímidamente. Dicen que les preocupa la inseguridad alimentaria en la que están viviendo, sobre todo por sus pequeños, por los que han pedido el acceso a un comedor comunitario. Hay también una mujer embarazada, muy bajita de peso, a quien han intentado conseguirle productos como Similac mamá y Ensure.
Suena una carretilla y todos voltean a mirar. Frank Paipilla, un joven de 22 años, acaba de llegar para clasificar el material que recogió en la mañana con el fin de venderlo en un par de horas. Separa el papel del plástico, del PET, del vidrio. Bota lo que no puede recuperar. El trabajo le ha dejado los brazos cubiertos de polvo. Dice a Diario Criterio que además necesitan unos baños, no solo para limpiar sus manos, sino para asearse completamente.
“Queremos vivir dignamente. Muchos acá no tenemos baño, los hemos pedido. Nos dijeron que los iban a traer al siguiente día y esta es la hora en la que no ha llegado”, dice. Para asearse, utilizan una manguera o les piden a vecinos de la zona que les presten la bañera.
A unos metros de distancia, Sandra Hernández, compañera de uno de los recicladores, extiende unos de sus colchones para que pueda secarse al rayo del sol, pues el día anterior las fuertes lluvias le inundaron su cambuche, lo que la obligó a mudarse a otro. No es lo único que cuelga sobre varas de madera, también hay algunas prendas y cobijas. Otros compañeros hacen lo mismo.
Muchos cambuches están enlodados porque se les ha filtrado el agua. En ellos, generalmente habitan hacinadas varias familias, dentro de las que se encuentran también migrantes venezolanos que, según denuncian los recicladores, no han recibido la visita de Migración Colombia. “En una carpa, por ejemplo, viven como unas 27 personas venezolanas. Tenemos que ser solidarios unos con otros. Migración no ha venido aquí a hacerles el proceso de registro para el Estatuto. Ellos solo saben algo de una página web. Nada más”, cuenta Valentina.
Además de estas peticiones, todos coinciden en que la más importante es una: la vivienda digna. Dice Frank que no la están pidiendo regalada, sino en cuotas para poder pagarla. Valentina, por su parte, explica que les gustaría que se les incluya en un proyecto de vivienda de interés prioritario. “Pedimos una vivienda, pero no una vivienda de bancarización, porque evidentemente los adultos mayores y las personas reportadas no van a poder acceder a ella. Pedimos que se nos dé una inclusión en un proyecto de vivienda. Pero que sea pronto, no en dos meses o tres años”, manifiesta.
Sugerido: El agarrón entre Claudia y Petro por la Región Metropolitana
Dicen que perdieron este hogar, y otros trabajos que desarrollaban, a raíz de la pandemia, por lo que les gustaría recuperarlo, tener un techo seguro. Y no se equivocan cuando afirman que el virus lo empeoró todo. Según el Dane, la pandemia empobreció aún más a los colombianos, pues dos de cada cinco personas están en situación de escasez. A esta cifra se le suma que 179.174 hogares en el país se alimentan con una sola comida al día.
Culpas y señalamientos
No solo los inquietan las condiciones que ahora viven, “por el desplazamiento que les hizo el Estado”, sino que les parece injusto lo que se ha dicho de ellos, no solo desde las autoridades sino también desde los medios de comunicación.
Frank acaba de regresar. Se había ausentado unos minutos para vender parte de su material. Se sienta en la parte trasera de una vieja camioneta color hueso. Sus ojos verde oliva se posan repetidamente sobre su mamá, que lo observa desde su cambuche, solo a unos metros de distancia. Rememora lo sucedido ese viernes 8 de octubre.
“El Esmad llegó a eso de las cinco o seis de la mañana. Nosotros les pedimos que nos dieran tiempo de sacar las cosas; algunos tuvieron corazón y nos lo dieron. Más tarde, uno de los policías, quien estaba en la parte de atrás, empezó a tumbar algunos ranchitos. Uno de nosotros se acercó y le pidió que esperara, que si tumbaba una pared, podía afectar al de al lado y lastimar a un niño, a un adulto mayor. No sabemos qué le dijo el uno al otro. Sonaron dos bombas aturdidoras. Una cayó sobre el tejado e hizo chispa. Había un plástico y se prendió”, cuenta.
Su versión —compartida por varios de sus compañeros de oficio— se contrapone a la de la fuerza pública y la administración distrital. Juan Pablo Beltrán, alcalde local de Puente Aranda, asegura que una persona quemó su propio cambuche en el procedimiento de desalojo. Luis Ernesto Gómez, secretario de Gobierno de la ciudad, dice que en el sitio del incendio no había policías sino ocupantes ilegales. Gómez sostiene que eso puede verse en el video compartido por la policía.
Frank no entiende cómo pueden estar haciendo tales afirmaciones. “¿Por qué le encenderíamos fuego a nuestras casas?”, se pregunta. Se toma unos instantes y dice: “El video del que hablan se salta. Es muy raro”. Valentina asegura: “Cuando uno observa el video, se da cuenta de que los que están atrás son los del Esmad. Eso se ve cómo se salta de un momento a otro. Ahí también se divisa que hay personas tratando de salvar el plástico”.
Dicen los recicladores, además, que en los disturbios sí hubo un herido. Se trata de Pinocho, quien, según dicen, vio comprometida una de sus piernas luego de que un miembro del Esmad disparara al piso, muy cerca de donde él se encontraba. Este hecho, nuevamente, se contrapone con las versiones oficiales, pues la alcaldesa Claudia López escribió en sus redes sociales que en el procedimiento “afortunadamente no hubo heridos”.
A la alcaldesa, algunos dicen haberla visto en la zona el día del incendio, pasando en una camioneta. Otros dicen que no, que no estuvo presente. En lo que sí concuerdan es que ella no los ha visitado desde el incendio.“Ella no ha venido. Si ella supiera y viviera lo que nosotros vivimos, no aguantaría ni medio día”, dice Frank.
Puede leer: Claudia López, contra las cuerdas: ¿le llegó el momento de cambiar de rumbo?
Gotas de agua para apagar un enorme problema
Paola Ochoa, otra de las líderes de los recicladores, se acerca al cambuche de Sandra y le habla del comedor para los niños. Dice que la semana pasada tuvieron una mesa de diálogo con diferentes entidades del Distrito, con el fin de llegar a unos acuerdos. En la reunión, solicitaron un comedor para que los niños pudieran ir a almorzar. “El comedor lo tienen cerca al parque de Puente Aranda. Hay cupos. Lo que pedimos es que podamos llevar a los más pequeños, pero que no nos pidan tantas cosas porque no las tenemos. Los venezolanos no tienen papeles, por ejemplo. A otros se nos ha perdido la cédula”, agrega Sandra.
Ellos le manifiestan esa situación a Yenny Romero, edil de Puente Aranda por el partido Alianza Verde. Romero asegura que los visita frecuentemente desde el incendio. En su paso por el lugar, responde una que otra pregunta de las personas, quienes se le acercan para indagar sobre las soluciones. Ella les dice que, por el momento, el plan es brindarles garantías a ellos y a sus animales, mientras se resuelve el asunto de la vivienda.
Antes de irse, Romero comenta a Diario Criterio que en la semana del 11 de octubre lideró una mesa de diálogo, junto a otros ediles de la localidad, a la que citó a aproximadamente unas diez entidades distritales. “Unos seis concejales nos acompañaron. Nos hizo falta la Secretaría de Hábitat. Ellos son los que nos van a indicar cómo hacemos un proceso de vivienda digna o de interés social”, dice.
Le puede interesar:Las acciones de Colombia para reducir sus emisiones son “altamente insuficientes”
Agrega que tienen pendiente otra mesa de diálogo para organizar la hoja de ruta. “Los acuerdos a los que hemos llegado hasta el momento son, entre otras cosas, atención médica, el comedor comunitario, la revisión de los animales. Eso es lo que hemos estado haciendo. Varias instituciones han venido a hacer ofertas para brindar garantías de derechos a las comunidades”, manifiesta.
Justamente, allí se encuentra Miguel Ángel Guarín, médico veterinario y referente de Protección y Bienestar Animal de la Alcaldía local, quien atiende a los animales de la zona en compañía de unos cuatro compañeros más. Le cuenta a Diario Criterio que desde el incendio, en compañía del Instituto Distrital de Protección, han estado entregando concentrado, revisando a los animales y haciendo valoraciones médicas.
Sobre el asunto de la vivienda, todavía hay muchas dudas. Según manifiestan los recicladores, las opciones que se les han planteado desde la institucionalidad son para habitabilidad en calle. “A nosotros nos han llevado a centros de paso a bañarnos. Eso genera que se nos haya dado el rótulo de habitantes en calle. Pero nosotros somos recicladores”, dice Valentina.
Una de las primeras opciones que se les planteó fue que se quedaran en un hotel por unos días. Oferta que para ella no resuelve nada. “Nosotros no estamos de viaje. Pasamos esos días ahí y luego qué”, manifiesta. Otra alternativa es brindarles un subsidio de 280.000 pesos para un arriendo. “¿En qué sector de Bogotá podríamos nosotros conseguir un arriendo a ese precio si somos familias de más de cinco miembros?”, dice otro reciclador.
Sin embargo, según Sandra, esa oferta se redujo. El viernes pasado, contó a Diario Criterio, recibieron la visita de la Secretaría de Hábitat. “Ya no nos hablaron de un subsidio de 280.000 sino de 250.000. Dicen que, primero, se beneficiarían unas 70 familias. ¿La otra mitad dónde va a quedar? Lo que ellos no entienden es que nosotros vivimos del día a día. No recibimos un sueldo mínimo cada tanto”, dijo.
Ya es hora de partir. Todos se despiden. Abraham deja un momento su trabajo, hace una pausa y exclama: “Nosotros nos acostumbramos a vivir como ratas; ni un cerdo, a pesar de que un cerdo está viviendo como nosotros”.
*El nombre de una de las fuentes fue cambiado para proteger su identidad.
2 Comentarios
Deja un comentario
Que triste crónica
Más personas sin un sitio digno donde vivir