No importa no saber

Ahora que empiezan apenas los días de lluvia, se habrán encontrado quizá en escenarios parecidos: la tarde húmeda, la luz, un árbol (en un parque, un andén, un potrero). Estaba buscando la respuesta para un cuento que persigo hace meses, y lo único que tenía era la gran bola del sol envuelta en la niebla, la tarde especialmente llena de una luz azul y pálida, y ese árbol. El árbol. La luz. Eso se repetía, se reiteraba. Como si yo solo pudiera ver lo que veía; como si de repente pensar y preguntar, murmurar emociones y pensamientos, como si de repente conocer, fuera solo esto: la luz, el árbol. No podía salir de ahí. Extraño, ¿no es verdad? Pero de ninguna forma podía decir que estaba atrapada. Todo lo contrario. No quería salir, ni tenía idea de por dónde había entrado. Estaba bajo el cielo, en campo abierto. No tenía ninguna conciencia del pasado, ninguna proyección temblorosa del futuro. ¿Cómo había llegado ahí? El árbol y la luz. No tenía ningún deseo. ¡Un momento raro! 

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Quizá la lluvia se haya prestado en todos nosotros para meditaciones como esta. Quién sabe por qué, por la calma que viene a veces con la lluvia, o la vaguedad limpia del aire después de que ha llovido. Después de todo, la lluvia es agua. “Lluvia” está muy cerca del verbo fluveo, del que se deriva todo lo que fluye y corre y se desliza. Todo lo que ondea, como las imágenes aún borrosas de mi cuento. Lo que se escapa, o abre o da salida. Lo que es también efímero, evanescente y pasajero: lo que desaparece y se desvanece. Pero fluveo, o fluxus, como adjetivo, es también todo lo que corre en una abundancia que puede curar cualquier cosa: como la vida, o según una metáfora muy vieja que ya nadie se atreve a usar, como la miel. La lluvia es un río que baja del cielo. Es un movimiento, no es algo cerrado. Tiene muchas puertas. Por eso es extraño que digamos que quedamos atrapados por algún aguacero, aunque comprendo la expresión y la usé hace poco. Sobretodo en ciudades como las nuestras, decimos que la lluvia nos atrapa. Y si es una ciudad fría, mil veces más razón tiene la expresión.   

saber - lluvia
Foto: Anna Atkins en Unsplash

Estoy segura de que el escenario de una meditación después de la lluvia puede ser menos idílico que la luz del árbol flotando en un potrero: taxis que no paran, charcos, paraguas rotos, medias mojadas, trancones y maldiciones… ¡Qué importa! Solo puedo jurar esto: que es la realidad la que es extraña y el momento presente puede tener tantos climas y figuras y colores, puede ser duro o suave, frío o cálido, y es un vaso de emociones cambiantes. En algunos momentos creemos que comprendemos, en otros nos damos cuenta de que no comprendemos nada. ¿Hay realmente una diferencia? ¿Acaso sabemos cómo llegamos hasta donde cada vez estamos?  ¿Y sabemos dónde estábamos unos segundos antes? 

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En las tardes de lluvia, vacías y fluidas, ¿a dónde vamos? Pues creo que no importa no saber. Esperar y no entender. Es lo desconocido lo que estamos conociendo siempre.

Vuelvo a mi escena en el campo. Veo colores y formas, el verde blanco de las ramas del árbol, el azul blanco de la luz que está en todas partes. El pasto. Cuando buscaba mi cuento, y aún lo sigo buscando, no sabía ni siquiera cuál era la pregunta. Sabía que el sol, como una bola de fuego suavizada por la niebla, su incendio acallado, podía ser una piedra que un personaje hace cargar a otro, por crueldad, obligándolo quizá a dar vueltas alrededor de una casa. ¿Qué es esa bola pesada que carga el personaje que sufre, y por qué el otro tiene tanto poder? ¿Por qué uno de los dos hace sufrir y por qué el otro soporta el sufrimiento? No se puede hacer un cuento con eso, pero sé que ese cuento se escribirá, pronto o no. La luz era bella y no quería decir nada. Tampoco el árbol quería hablar. Y yo, para empezar, ¿por qué quería escribir un cuento? 

Imagen de apertura: Wolfgang Leib, Pollen from Hazelnut (1992)

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