Sake tibio
Cuando no puedo escribir, rezo.
Es un buen consejo. Aunque Carson McCullers, que lo escribió, dijo también que rezar no siempre la ayudaba. En su caso, más que un consejo, es la expresión de la angustia que ella sentía cuando no podía escribir: “quiero poder escribir en la enfermedad y en la salud, porque mi salud depende casi completamente de ello”.
Todos sabemos la angustia que produce no poder hacer eso a lo que hemos atribuido en buena parte el sentido de nuestra vida. No solo escribir. El consejo podría trasladarse a otras formas de actividad, aunque soy más bien pobre en ejemplos. Cada quien puede pensar en algo que haga y que sea para sí de mucha importancia. Para algunos esa actividad puede ser algo vital, como reír, amar, levantarse por las mañanas de la cama, todas tan conectadas. Dostoievski, que dijo que el infierno es no poder amar, pudo también haber dicho: cuando no puedo amar, rezo. Seguro lo dijo. Seguro lo hizo.
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Rezar por supuesto no tiene que ver con la recitación de fórmulas aprendidas y dichas mecánicamente, ni con nada necesariamente religioso, sino con la expresión de gratitud y de gozo. También puede ser el alivio del corazón y la liberación de algún peso o miedo que tengamos.
McCullers, después de una violenta crisis en la que no podía comprender ni una sola palabra en el periódico o en cualquier página impresa, concibió el cuento Un árbol, una roca, una nube. Le vino como una iluminación y corrió a la máquina de escribir, después de meses, y el cuento le salió de un tirón, como puede pasar después de un período largo de fuerzas inhibidas. Con ese cuento volvieron los poderes que había perdido y el poder misterioso y esquivo que es el de escribir. Si leen el cuento verán que es una forma muy bella de plegaria. Cuando lo terminó, rompió a llorar de gratitud.
Hay razones más complejas, pero a veces quizá no podemos escribir, o hacer eso que nos da vida, por sencilla que parezca esa actividad, porque a pesar de que siempre hay una fortuna en la mente en cada uno de nosotros, la vida no siempre se trata de expresión personal, sino de dar forma a la curiosidad que produce estar en este mundo, una curiosidad que a veces perdemos. Entonces se cierra el espacio que tenemos y perdemos la libertad. Perdemos también la risa y la conciencia de lo simple.
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¿Cómo recuperar esa curiosidad cuando se ha perdido?
No tengo idea.
Pero hay otro consejo de un monje zen de hace siglos que sirve más para nuestro tiempo que para el tiempo en que él vivía, errando por las montañas entre las flores y viviendo como un mendigo. Él decía: no te agotes a ti mismo.
También recomendaba tomar el sake siempre tibio, no olvidar cortarse las uñas, no guardarse nada en el corazón, no hablar cuando no nos han preguntado y otros consejos que ahora no recuerdo, aunque no eran muchos. Además del consejo del sake, que es el principal, el de no agotarnos a nosotros mismos es un consejo importante. Quizá tiene que ver con la posibilidad de alejarnos un poco de la principal fuente de agotamiento. Esa fuente somos nosotros mismos, cuando intentamos demasiado conscientemente hacer todo muy bien, ser demasiado listos, por presiones y ansiedades de varios tipos, pero sobre todo por la soga terrible del ego. También nos agotamos y agotamos a los demás cuando hablamos demasiado, cuando se nos olvida que las mejores cosas del mundo no tienen palabra y tienen la voz más bella.
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Virginia Woolf, para liberarse del peso muerto que puede ser el “yo” en la vida y en la escritura, quiso a veces escribir siendo un perro o una estaca. Como estaca, por ejemplo, dice: “qué raro es estar nadando en un campo”. También quiso ser los muebles de una casa, la casa misma, o la luz de la luna, no por un afán experimental vacío, sino para aliviarse de la carga de la propia personalidad y de la voz demasiado conocida que dice “yo” todo el tiempo.
Nada garantiza nada. Igual Virginia Woolf terminó arrojándose a un río. Ella no la tenía fácil. Pero dejó escritas páginas en las que habla el murmullo del mundo, el silencio de un cuarto vacío.
8 Comentarios
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Una segunda columna que nos deleita en un domingo casual. Felicitaciones a la magia de un sake tibio en compañía de las sabias palabras de Andrea Mejía!!!
Qué bella esta segunda columna que nos deleita en un domingo casual. Felicitaciones a la magia de un sake tibio en compañía de las sabias palabras de Andrea Mejía!
Bellísima. Gracias, Andrea querida.
Que alegría volver a leer las columnas de Andrea Mejía; las que leía en la desaparecida Arcadia. Gracias.
Hola, Andrea. Habla Alejandro Suárez, que alguna vez escribió en uno de tus talleres. Extrañaba mucho tus columnas. Justo esta semana resuenan estas palabras que en lo literario y en tus fantásticas referencias hallo calma. Siempre es una gran experiencia leerte.