Selva

Noto que en los paseos con Selva, mi perrita, el respeto de nuestras inteligencias es mutuo. Ella confía en que yo haré lo mío: recoger, para volvérselo a lanzar, el palo que me deja entre miles de palos parecidos en el camino del bosque por el que paseamos todos los días. Confía en que sabré distinguirlo porque lo he observado, lo he tenido entre mis manos y se ha vuelto nuestro palo, con el que debemos llegar, si es posible, hasta el final del recorrido.

Mi sentido estrella es la vista. El de ella es el olfato y una especie de sentido que no sé cómo se llama pero que tiene que ver con la capacidad de Selva para atender con todo el cuerpo a lo que se está haciendo y a lo que sucede a su alrededor.

También confío en ella, sé que encontrará el palo que le lanzo, que hará lo posible por rescatarlo cuando mi lanzamiento es errático y el palo es engullido por el matorral que bordea el camino.

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A medida que pasan los días, esa confianza mutua se intensifica. Selva me honra escondiendo el palo en lugares a los que a veces no puedo acceder o no descubro. No lo hace por descuido, sino porque confía en mi inteligencia y en mi atención. A veces, es verdad, me sobrestima. Tiene ya un arsenal de palos ocultos.

Si en verdad estoy presente, con ella, puedo saber qué es lo que está haciendo y encontrar el contenido de sus gestos y movimientos. Ella sabe que puede contar conmigo para que el juego no se interrumpa, no pierda su intensidad o se vuelva aburrido por la distracción de una de las dos. Entre nuestras inteligencias, gracias a nuestra entrega a lo que está sucediendo, se establece una especie de continuidad.

Es más, quiero decir que la inteligencia es esa continuidad. Que la inteligencia es lo contario de la opacidad, del aislamiento, de la interrupción total de la comunicación. Un árbol con una inteligencia pobre cortaría sus raíces, cerraría sus hojas al aire y a la luz. Pero un árbol no hace eso. Su inteligencia es una inteligencia plena, es la inteligencia de la vida.

Selva. Foto: Andrea Mejía.
Selva. Foto: Andrea Mejía.

La inteligencia se diferencia drásticamente, al menos para mí, de la razón, si por razón se entiende la capacidad de pesar y elegir medios para alcanzar fines. Esa capacidad, tan peligrosa si actúa aislada, puede ser contraria a la inteligencia, puede nublar completamente la situación que se comparte con otros, con el entorno, tan obstinada está en lo que persigue. La inteligencia no es aprovecharse de todo hasta destruirlo, orientarse solo por la medida de lo útil. No es voracidad por alcanzar fines. La razón en cambio ha demostrado ¡tantas veces! ser estúpida.

También creo que la inteligencia no es nuestra facultad mayor. Hay otra, otras, para mí más altas, como la imaginación. Pero es con la inteligencia que la imaginación puede hacerse comunicable, compartirse y volverse un gozo, dar vida.

La inteligencia es una especie de relación radiante con lo que está cerca. La inteligencia es percepción. No es reiteración mecánica, ni hábito, sino que brota del momento, del carácter específico y único del lugar o la situación en el que cada vez estamos. La inteligencia es una apertura hacia lo vivo, y como una forma de animismo, supone que lo otro es una fuente de vida. Las piedras, Selva, el sol… las estrellas están vivas; no solo porque la relación atenta y creativa con ellas acrecienta nuestra propia vida, sino porque hacen parte de un flujo sin fin, sin razón y sin sentido, un flujo de energía en el que aparecemos con esta forma que tenemos y desaparecemos en otras.

La inteligencia, tantas veces directa, inmediata, intuitiva, es una capacidad para dar y recibir vida.

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