Contra El Mundo: el gobierno de Samper
Fragmento de ‘El país que viví’, autobiografía póstuma de Horacio Serpa publicada por Planeta, en el que se relata el inicio del proceso 8.000 de Samper.
Hace un par de semanas, Editorial Planeta lanzó ‘El país que viví’, la autobiografía póstuma de Horacio Serpa. Diario Criterio reproduce el fragmento en el que el caudillo liberal relata cómo empezó el escandalo de la financiación de la campaña de Ernesto Samper con dineros del narcotráfico.
La convocatoria de una rueda de prensa por Andrés Pastrana tres días después de la segunda vuelta, provocó una gran expectativa nacional e internacional. Los rumores sobre unos casetes que tenían relación con las dos campañas presidenciales, pero especialmente con la ganadora y su eventual financiación con dineros provenientes del narcotráfico, eran enormes.
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En el cuartel general de Samper dábamos por sentado que nada de lo que se especulaba era cierto y que lo deseado por los contendores era descalificar el triunfo liberal, dado que la diferencia de solo 140 mil votos en un universo de casi 7.5 millones de votos era demasiado pequeña. Así tal vez podrían provocar alguna nulidad y conseguir en los pleitos y en las oficinas judiciales lo que no les había sido dable lograr en las urnas.
Pocas horas después de conocerse los resultados de los comicios, Pastrana le pidió públicamente a Samper que juntos juraran que no habían recibido dineros del narcotráfico. Seguro de que se trataba de una trampa, el presidente electo se negó a ese llamado. Sin embargo, el 21 de junio de 1994, Pastrana ofreció a los periodistas internacionales la mencionada rueda de prensa. En ella calificó a Colombia como una narcodemocracia y puso en duda los resultados electorales.
Las declaraciones del candidato perdedor causaron un alboroto monumental. Las emisoras comenzaron a transmitir la grabación de una conversación entre el reconocido periodista Alberto Giraldo, relacionista público del cartel de Cali, y un interlocutor que se decía era uno de los hermanos Rodríguez Orejuela, jefes de esa organización criminal.
Días después apareció otro casete. Se especulaba sobre la existencia de muchos más y todo el país hablaba del tema. Los directivos de la campaña samperista éramos buscados por los medios para que aclaráramos las revelaciones de los “narcocasetes”. Respondíamos que se trataba de hechos muy graves y lo indicado era que se iniciaran las investigaciones contempladas por la ley.
Samper le pidió al fiscal general de la nación, Gustavo De Greiff, que asumiera la averiguación correspondiente. A su oficina se trasladó la atención periodística y ciudadana y se dispuso una investigación preliminar para saber más sobre el asunto. El procurador Carlos Gustavo Arrieta, a su vez, denunció que las cintas habían sido manipuladas y editadas, perdiendo su valor probatorio.
Desde lo jurídico se aseguraba, además, que una prueba obtenida por medios ilícitos –en este caso la grabación de una conversación no ordenada por una autoridad judicial— no era suficiente para sustentar una incriminación. Todas las alarmas estaban activadas y la definición del fiscal era esperada con ansiedad. Sería una de sus últimas actuaciones porque De Greiff estaba próximo a cumplir 65 años, considerada entonces por la ley colombiana como edad de retiro forzoso. Luego de una serie de averiguaciones, declaraciones y pruebas, la Fiscalía consideró que no existían razones para abrir investigación formal, y el caso fue archivado dada la manipulación técnica de las cintas.
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En medio de ese agitado clima poselectoral empezó el empalme. Una tarde, por teléfono, Samper me informó que sería su ministro de Gobierno. Unas horas más tarde, a la salida de un encuentro con Gaviria en la Casa de Nariño, informó a la prensa cinco nombramientos: Horacio Serpa, ministro de Gobierno; Rodrigo Pardo, ministro de Relaciones Exteriores; Fernando Botero, ministro de Defensa; Guillermo Perry, ministro de Hacienda; y Néstor Humberto Martínez, ministro de Justicia.
Samper emprendió luego un viaje de descanso y contactos a Europa y Estados Unidos, donde se reunió con representantes del Departamento de Estado y conoció a Robert Gelbard, subsecretario de Estado para Asuntos Antinarcóticos, con quien luego tendríamos que “entendernos” con demasiada frecuencia.
En esos días se anunció el retiro de De Greiff de la Fiscalía. A Gaviria le correspondía presentar una terna de candidatos a la Corte Suprema de Justicia para que se escogiera el reemplazo del funcionario saliente, para lo cual se puso de acuerdo con el presidente electo.
Gaviria propuso a Carlos Gustavo Arrieta; y Samper, a Juan Carlos Esguerra. Dos pesos pesados de la profesión del Derecho. Ambos acordaron el nombre de Alfonso Valdivieso Sarmiento, lo que me produjo alegría. Ya dije que éramos buenos amigos.
Casi todos los dirigentes de la campaña viajaron a unos merecidos días de descanso. Me quedé al frente de lo que se ofreciera. Aproveché para visitar al saliente ministro de Gobierno, Fabio Villegas.
En esos días arribó al país el coronel Hugo Chávez Frías, quien había regresado a Venezuela de su exilio y hacía sus primeras actividades como dirigente político. Como el presidente electo no estaba me correspondió recibirlo en la sede de la campaña, donde estuvo acompañado por Gustavo Petro a quien conocía de tiempo atrás por su militancia en el M-19. Después de ese encuentro deduje que Chávez sería un sobresaliente líder de Venezuela, pero nunca que en un término breve de cuatro años llegaría a la presidencia y se convertiría en protagonista de la política regional y en un airoso rival de los Estados Unidos.
Las cosas pasaban. Los congresistas se organizaban para comenzar la legislatura del 20 de julio, mientras el nuevo gobierno esperaba que llegara el 7 de agosto para la posesión. Un día llamaron por teléfono a Alfonso Valdivieso, con quien dialogábamos en mi oficina de la campaña, y le informaron que era inminente su elección como fiscal general por el tiempo que le faltaba a De Greiff para terminar su mandato.
Cuando Samper regresó de su viaje, las cosas se animaron bastante. Con enorme sentido político se dispuso a completar la integración de su gabinete. Para ello era necesario definir las relaciones políticas. Era cierto que con Pastrana y su estado mayor eran inexistentes las afinidades y cercanías, pero no así con el Partido Conservador, presidido por Fabio Valencia Cossio, con quien yo mantenía buenas relaciones.
El presidente electo quería invitar al conservatismo a participar en el gobierno. Fui comisionado para dialogar con Valencia Cossio, quien estaba de vacaciones en Cartagena. Viajé hasta allí. Conversamos y dejamos abierta la posibilidad de un entendimiento, que algunos días más tarde se concretó en Bogotá directamente entre Samper y la directiva del conservatismo.
Unos días antes de asumir el ministerio de Gobierno, con Rosita y mis hijos nos fuimos a pasar unas cortas vacaciones a Miami. Las merecíamos.
Eran muchas las ilusiones. Estaba convencido de que con mi participación ministerial en el Gobierno concluiría mi vida política. En 1998 cumpliría casi treinta años de duro batallar en la arena política. Por eso mi llegada al ministerio de Gobierno fue una gran satisfacción.
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La posesión presidencial fue muy solemne, con un acto nutrido y bien organizado. A la posesión asistieron varios presidentes latinoamericanos. No llegó el expresidente López Michelsen, lo que produjo gran extrañeza dado que siempre se tuvo por cierto que le unía una cercana amistad con el nuevo mandatario. Después se comentó que López estaba disgustado con Samper porque le había aceptado la sugerencia de que Gómez Méndez integrara la terna para fiscal y lo había comisionado para que se lo dijera, pero después había propuesto a Juan Carlos Esguerra.
Mi primer contacto con el nuevo presidente –nunca lo volvería a tratar de Ernesto– fue al día siguiente de la posesión, como a las once de la noche. Estaba en la oficina con algunas de las personas que me acompañarían –Juan Carlos Posada y Diana Fajardo, quienes estuvieron conmigo cuando ejercí como ministro en el gobierno de Barco y volverían como viceministro y secretaria general; Hubert Ariza, mi asesor político, y Flor María Garzón, mi secretaria–, cuando entró la primera llamada por el falcón, el sistema de intercomunicación de la presidencia: “¿Y usted qué hace ahí a esta hora? ¡No sea sapo Serpa!”. Me dio mucha risa. En los tres años siguientes hablaríamos miles de veces por ese medio.
La primera tarea que asumió el presidente fue organizar el equipo de gobierno y poner en ejecución su programa. José Antonio Ocampo fue designado director nacional de Planeación, y se comenzó la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, “El salto social”, el primero que se presentaría a consideración del Congreso de la República de acuerdo con lo establecido en la Constitución Política de 1991.
Una de las estrategias más ponderadas fue la creación de la Red de Solidaridad Social, al frente de la cual se nombró al exministro Eduardo Díaz Uribe.
Por nuestra parte, nos propusimos transformar el ministerio de Gobierno en el ministerio del Interior para que estuviera a tono con la Constitución de 1991. Para ese efecto presenté un proyecto de ley al Congreso, aprobado por medio de la Ley 199 de 1995, por el cual me convertí en el primer ministro del Interior, cargo del que me posesioné en Cartagena en una cumbre de mandatarios seccionales el 22 de julio de 1995.
Ese primer semestre de gobierno fue más o menos tranquilo. Las relaciones con el Partido Conservador eran amistosas y estables; en el Congreso se verificaban los debates sin mayores sobresaltos; había una especie de luna de miel con los medios de comunicación, y no parecía que se fueran a presentar mayores problemas por el tema de los narcocasetes ni en las relaciones con Estados Unidos, representado en Colombia por el embajador Myles Frechette. Ni imaginábamos lo que iba a pasar.
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