Las siete culebras

Las historias que nos someten vienen de otra parte, de los espíritus. No son invenciones propias. No tienen ninguna relación con las tramas esqueléticas que supongo que se enseñan a fabricar en los talleres de escritura, ni con la ‘construcción’ fría de un par de personajes.

Como si hubiera sido poco el río, sinuoso y verde, tallado en luz, en las veredas más profundas del cañón los campesinos me llenaron las manos con historias. Javier, en especial, tenía un don extraordinario para contar. Era el padre de cinco muchachos bellísimos, cada uno a su vez portador de un don. Estiven, el mayor, sabía cuidar a los animales como nadie que yo haya visto; Kervin sabía tejer y hacía objetos preciosos con hilos de colores y semillas. El más pequeño sabía, como tampoco he visto a nadie, mirar. Solo habló para decirme su nombre: Santiago. Olga, su madre, era muy viva y alegre, y como la parte activa de la familia, no podía quedarse quieta. La parte contemplativa de la familia incluía a Santiago y a Kervin, que estuvo un rato largo en silencio, mostrándome su hermoso trabajo colorido con una sonrisa; incluía a todos los animales, entre ellos los sapos milagrosamente grandes que se nos arrimaban en silencio. Yo también hacía parte del grupo de los contemplativos, en parte por naturaleza, en parte porque estaba embelesada con toda la familia. También la estatua gigantesca de la Virgen nos contemplaba más bien calladita desde su nicho de rosarios y velas encendidas. 

Sumando entonces, éramos más los contemplativos. 

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Olga hablaba de cosas de este mundo y nos había dado de comer a todos en abundancia, mientras que Javier, cuando le llegó el turno, pareció volver los ojos hacia la negrura de un pasado profundo, y como en un desierto sin caminos, fue escogiendo qué contar de otros tiempos que no estaban conectados entre sí. Sus historias se hicieron dueñas de la noche. 

Ya íbamos para la quinta tapetusa, un destilado de caña casero, cuando llegó la historia de las siete culebras entre los maizales. Las tapetusas pueden haber influido en el estado beatífico en el que recibí la historia, una historia que mis palabras arruinarían por completo. Pero lo que realmente ejercía poder sobre mí era la voz de Javier, su extraña forma de ver hacia adentro mientras contaba, y los pocos trazos con los que elevaba una historia o una escena a una esfera sobrenatural. Javier tenía los poderes de un gran narrador: algo que no puede hacerse explícito y que roza el sinsentido. 

“Yo también hacía parte del grupo de los contemplativos, en parte por naturaleza, en parte porque estaba embelesada con toda la familia”.

Yo ya estaba muy sorprendida con la historia de las siete culebras, que en realidad eran serpientes muy venenosas, las mapaná o taya equis, y estaba bajo el influjo de ese número mágico que es el siete, cuando vino la segunda historia de culebras, la de una que mordió a Javier entre los omoplatos cuando era un niño y él tuvo que lanzarse por una peña para que la culebra se desprendiera. Después de caer y rodar por una pared pedregosa, lo que recuerda es haber estado envuelto entre sábanas flotantes y vapores de bejucos muy calientes que lo iban a salvar de la muerte. 

Cuando escribimos literatura, pienso ahora lejos del río, lo más común puede ser inclinarnos a la narrativa. La narrativa aceptable abunda, pero los narradores realmente dotados no son tantos, y muchos de ellos no escriben. Lo que yo he sentido al intentar contar una historia es que estoy sometida a leyes muy duras, que las leyes de la narración son implacables, como las de Dios. Solo obedeciendo de ese modo puede llegar a pasar, con algo de suerte, que la energía propia de la historia tome el control y me someta aún más a días y días de trabajo en los que intento alcanzar esa energía extraña y aprendo a moverme con ella. Tal vez solo los más grandes narradores, como Javier, o como Elvira, esa especie de barda embera que J.M.G. Le Clézio conoció en la selva del Darién y de la que habla con admiración y estupor, pueden, de una manera inmediata y sin ningún esfuerzo, dejarse poseer por la fuerza espectral del arte de la narración. 

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Porque las historias que nos someten vienen de otra parte, de los espíritus. No son invenciones propias. No tienen ninguna relación con las tramas esqueléticas que supongo que se enseñan a fabricar en los talleres de escritura, ni con la “construcción” fría de un par de personajes. Puede que de estos aprendizajes técnicos resulten libros bien hechos, pero estarán lejos de llevarnos, como las historias de Javier o las de Elvira, a un estado no conceptual de asombro y maravilla. 

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