Una marca de existencia
“Hay pocas personas que saben que los demás existen”, escribió Simone Weil.
Ella era una de esas pocas. Si se olvidaba de una existencia, era quizá de la propia. O usaba y ocupaba su propia vida para vivir con los demás, por los demás, para padecer y sufrir con ellos, cuando el tiempo del sufrimiento había llegado. Filósofa brillante, con una vida académica asegurada, decide abandonarla para llevar una existencia obrera, primero en una fábrica de componentes eléctricos, luego en la fábrica de fundición de Renault. En sus diarios, las tuercas, los engranajes, las piezas que debía perforar, las horas desérticas y monótonas del trabajo que ha perdido todo sentido, acompañan el registro de pensamientos que poco a poco se van apagando por el cansancio físico y el padecimiento de un cuerpo que no era muy fuerte. No comía más de lo que podía permitirle su salario, que era el mínimo. ¿Por qué lo hacía? “Estos sufrimientos no los siento como míos, los siento como los sufrimientos de los obreros, y el que yo personalmente los asuma o no, me parece un detalle sin importancia”. Al final de su vida, con solo 34 años, se negó a comer más de lo que comían los franceses de la Francia ocupada por la Alemania nazi. A pesar de haber escrito que “la belleza es algo que se come, es un alimento”, Simone Weil murió de hambre.
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Nadie dice que el camino de la santidad, tan incompatible a veces con la vida, pueda o deba ser el nuestro. Pero de repente, sin razón, o por razones desconocidas, sentí muchas ganas de recordar a Weil, de volver a ella, y me gustaría que fuera ella la que escribiera estas líneas. Da tristeza interrumpir sus pensamientos:
“Los seres a los que amo son creaturas. Han nacido del azar. También mi encuentro con ellos es un azar. Morirán. Lo que piensan, lo que sienten y lo que hacen está limitado y es mezcla de bien y mal”.
Más adelante dice:
“Estrellas y árboles frutales en flor. La completa permanencia y la extrema fragilidad proporcionan por igual el sentimiento de la eternidad”. Pareciera estar comentando algún poema. En otro lugar también parece estar hablando sin querer de la poesía cuando dice: “La contemplación no es un trabajo”.
Su vida no fue solo la práctica de un ascetismo radical que la llevó finalmente a la muerte. Pensó con ardor el bien, la belleza, el sufrimiento. Su vida fue la vida de su corazón inmenso y una prolongación de su inteligencia, de la energía de su pensamiento, que la vaciaba una y otra vez para volver a pensar sin jergas ni supuestos, sin sectarismos ni falsos consuelos, para dejar que fuera la realidad misma, o Dios, como ella la llamaba, la que entrara en contacto con las cosas. Vivió para conocer y para amar
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Una vez, hace tiempo, después de varias sesiones en las que habíamos conversado alrededor de los textos de Weil, una estudiante se me acercó para contarme algo. Todavía recuerdo las lágrimas en sus mejillas. Intenté consolarla como pude. La luz de la tarde que pasaba afuera entre las ramas ocupaba las sillas del salón vacío.
“Nada es más difícil de conocer que la desgracia”, escribió Weil. El sufrimiento de los demás es siempre tan misterioso, cerrado también, inabordable, y a veces ni siquiera se puede creer en él, tan duro nos parece, tan imposible y lejano. Pero a veces hay momentos raros, como el que me ofreció esta estudiante al acercarse a mí, como cuando otro nos confía su pena o su alegría. La luz se abre entonces para ambos. La naturaleza misma del misterio se transforma. Por un instante participamos de la misma existencia; ocupamos, entre las hojas enrojecidas por el sol, un mismo lugar abierto.
“Esa vulnerabilidad de las cosas valiosas es hermosa porque la vulnerabilidad es una marca de existencia”, dejó escrito Weil. Y también escribió, en su comentario impresionante a la Ilíada:
“Todo lo que queda destruido, se llora”.
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