Sin enemigo interno, presidente

El presidente Gustavo Petro denunció hace poco que el peor enemigo de los cambios que propone su Gobierno está dentro del propio Gobierno. Lo llamó enemigo interno. ¿A qué se refería?

Muchos dirigentes políticos, fabricantes de noticias, medios de prensa y columnistas de larga trayectoria dijeron que el presidente estaba señalando a alguien de su propio equipo: al ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo.

Afirmaron, sin pruebas, que entre estos dos altos funcionarios y coequiperos hay diferencias irreconciliables, que es mutua la incomodidad y que Petro percibe a Ocampo como una especie de infiltrado que obstaculiza los cambios promovidos por el presidente.

Las mismas personas que crearon esta interpretación inventaron las causas del pretendido enfrentamiento. Señalaron, en primer lugar, el carácter autoritario, personalista y de sordera selectiva de Petro, quien, según ellos, solo escucha las voces que lo alaban. Luego, agregaron que el presidente y el ministro tienen enfoques diferentes, y hasta antagónicos, en materia económica.

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No conozco personalmente al presidente, ni tengo elementos de juicio suficientes para decir si es cierta o no esa descripción de su carácter. En cambio, las biografías políticas y el pensamiento económico de él y de Ocampo son de público conocimiento.

El presidente Petro ha sido representante a la Cámara, senador y alcalde mayor de Bogotá. Ha recibido muchas críticas por su desempeño en esos cargos de elección popular. Pero nadie que lo haya cuestionado puede demostrar que es enemigo del capitalismo o de la propiedad privada, ni que promueve la estatización total y absoluta de la economía.  

El ministro Ocampo es un hombre del establecimiento. Ha sido planificador y ejecutor de programas económicos bajo el mandato de varios presidentes en Colombia. Antes de aceptar el ministerio, se dedicaba a formar a los próximos dirigentes de la economía de América Latina en la Universidad de Columbia, Nueva York. Su compromiso con el capitalismo, el libre mercado y el respeto a la propiedad privada está fuera de duda.

Teniendo en cuenta la trayectoria, las realizaciones y planteamientos de estos funcionarios puede decirse que ninguno de los dos es antisistema y que lo que ambos promueven son retoques y cambios no estructurales del modelo económico vigente.

De acuerdo con las declaraciones que han dado uno y otro, es evidente que, entre ellos, existen discrepancias. Pero, de ahí a que se perciban mutuamente como enemigos, hay un trecho muy largo.

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Solo la gente más cercana a ellos dos podría saber con exactitud lo que sucede en ese vínculo y cómo se manejan y concilian sus diferencias. Lo que otras personas digamos al respecto es mera especulación carente de pruebas.

Lo que sí está probado es que, a partir de los pasados años ochenta, la mafia se tomó –poco a poco– buena parte del Estado y, así, la cultura traqueta permeó las instituciones.

Esa cultura institucional traquetizada hizo que varios presidentes actuaran más como capos que como dirigentes políticos: no permitían fisuras, ni entre su equipo de gobierno, ni en la bancada que les servía de soporte en el Congreso; tampoco admitían discusiones en torno al enfoque y a los contenidos de los planes y proyectos gubernamentales.

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Gustavo Petro y José Antonio Ocampo

La traquetización de la cultura institucional en algunas instancias estatales dio legitimidad (no legalidad, obviamente) a dos prácticas desarrolladas por algunos servidores públicos: obedecer sin preguntar, aunque las órdenes los indujeran al delito, y la convicción de que a los puestos de dirección del Estado se llegaba para hacer acuerdos acerca de contratos, puestos y porcentajes o cuantías de los sobornos que debían repartir.

En contravía de esa cultura, el actual Gobierno parece fomentar que personas del círculo más cercano al presidente expresen sus propias opiniones sobre la política pública, en general, o la de su sector específico, en particular. Aunque no coincidan con las de sus colegas, ni con las del primer mandatario.

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Es como si esta administración exigiera a sus más altos funcionarios que no se limiten a obedecer, sino que tengan ideas propias y las expongan para, sobre esa base, ajustar los proyectos que la rama ejecutiva del poder público presenta al Congreso.

Por esa razón, son notorios y evidentes los desacuerdos que surgen entre miembros del equipo de Gobierno y entre congresistas que hacen parte del Pacto Histórico o de la coalición que hace mayoría en ambas Cámaras.

Si eso es así, resulta creíble la explicación que dio el presidente en el sentido de que cuando él habló del enemigo interno no se refería a nadie del equipo de Gobierno.

Lo que me parece incoherente y que, por lo tanto, puede crear confusiones, es que, mientras el Gobierno amplía la democracia promoviendo la libertad de opinión de sus ministros y convocando a la participación vinculante de la ciudadanía en la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, el presidente use un concepto (enemigo interno) acuñado por la ultraderecha para promover guerras internas de baja intensidad y restringir la democracia.

Señor presidente: la cultura traqueta incrustada en el Estado, los funcionarios que la encarnan y la resistencia de muchos de ellos a las políticas de cambio impulsadas por usted, no son enemigos internos del Gobierno. Son obstáculos y retos que se deben enfrentar y rebasar.

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