La denuncia cosmética LGTB de ‘Tengo que morir todas las noches’

Por Juan Zapata *

Dentro de pocos meses se estrenará en Paramount+ la esperada serie de Ernesto Contreras Tengo que morir todas las noches, basada en el libro homónimo de Guillermo Osorno publicado en el 2014. Fogueada primero en Europa, esta trepidante crónica de la contracultura LGTB mexicana de la década de 1980 promete seducir también al público latinoamericano más progresista. Y, sin embargo, un cierto malestar se desprende de sus dos primeros episodios, los únicos que han sido difundidos por el momento.

La serie entreteje tres historias: la de una bella cantante lesbiana impulsada por su rica amante en la cuarentena, la de un joven homosexual que apenas está saliendo del closet y migra hacia la capital para convertirse en periodista y la del acaudalado propietario de un bar de tolerancia que lucha contra un régimen autocrático, machista y homofóbico. Las tres convergen en el emblemático “Nueve bar”, un sofisticado centro cultural que acogió a la naciente comunidad LGTB de Ciudad de México en los años ochentas, pero también a las vedettes del cine, la televisión y el mundo intelectual de la capital mexicana.

Puede interesarle: Todos deberíamos querer a Daisy Jones

Fundado por Manolo Fernández y Henri Donnadieu -un inmigrante francés que había hecho una tesis de doctorado en Ciencias políticas y que terminaría después por fundar la Kitsch Company, reconocida por el Instituto de Antropología de México como la primera compañía de teatro gay del país- “El Nueve” no solo abrió un espacio para las sexualidades disidentes que solían encontrarse en lugares clandestinos con el fin de escapar a la estigmatización y la censura, sino que se convirtió también en uno de los mayores centros mexicanos de información y prevención contra el SIDA, enfermedad que empezaba apenas a azotar a los cuerpos más emancipados y a las más remilgadas mentes de la burguesía criolla.

¿Cuál es, entonces, el problema? ¿De dónde viene ese sentimiento de malestar? Las tres historias reflejan muy bien el espíritu de “El Nueve”, pero también el de una sociedad cuya enfermedad endémica sigue siendo el clasismo y el racismo. Pero no lo hace de manera consciente, pues su objetivo no es otro que el de mostrar la discriminación, la intolerancia y las injusticias cometidas contra la comunidad LGTB (para entonces sin el incluyente QIA+ de nuestra época), sino de manera bastante inconsciente, pues su legítimo espíritu de denuncia se ve opacado por la ausencia de una variable fundamental para comprender todo tipo de opresión y de violencia: la pobreza.

Vea acá el tráiler de Tengo que morir todas las noches:

Acudiendo al ya manido método de la denuncia cosmética, esa misma que disfraza con su progresismo otros tipos de violencias y aseptiza las que pretende poner en evidencia, Tengo que morir todas las noches nos muestra la justa lucha de cuerpos y subjetividades que habían sido marginalizados, silenciados e invisibilizados, pero cuerpos y subjetividades que siguen aún colonizados por una mentalidad blanquista, europeizada y neoliberal que se esfuerza por reproducir los cánones de belleza occidentales.

Allí, en ese refinado mundo de excluidos que es “El Nueve”, no hay lugar para afros, aindiados y miserables. Entre más blanqueado sea el gay, entre menos mestizo el trans o menos pobre la lesbiana, mayor es la posibilidad de ser aceptados y mayor también la oportunidad de ser llevados a la pantalla para el consumo higienizado del gran público.  

Por supuesto, Tengo que morir todas las noches nos recuerda que existen otros factores de discriminación distintos al económico. Basta con ver cómo sus exquisitos y cosmopolitas personajes son objeto de exclusiones generizantes y heteronormativas que los minorizan y los violentan a diario. Pero también es cierto que allí se maquilla e invisibiliza otros tipos de violencia muy presentes en el ámbito latinoamericano.

Siga con: Ocho producciones inolvidables de Ana Piñeres

En un contexto tan profundamente racializante y clasista como el nuestro, el progresismo de la serie mexicana no escapa a la reconversión neoliberal de los movimientos feministas y LGTB que caracteriza a las producciones culturales más mainstream, ese mismo que ha sido ya denunciado por movimientos que -como el transfeminista, el cuir y el decolonial- apuntan a la ampliación del sujeto político al reconocer y articular, en un mismo grupo o individuo, múltiples discriminaciones y estigmatizaciones.

No se trata aquí de negar el valor de una serie -¡bien lograda estética y formalmente!- que da cuenta de un despertar tan necesario como inevitable, sino de señalar la predisposición en nuestras pantallas a negar ciertas realidades molestas mediante un progresismo aseptizado, maquillado y cosmético.

* Profesor de la Universidad de Lille, Francia, y autor de Baudelaire : de la bohemia a la modernidad literaria (2017) y Baudelaire. El heroísmo del vencido (2021).

7 Comentarios

Deja un comentario

Diario Criterio