Tercera noche

Lleva un niño de seis años cargado en la espalda. El niño es ciego, y es su hijo, pero él no sabe cómo ha perdido la vista. Lleva la cabeza afeitada. A ambos lados de la carretera estrecha se extienden los arrozales. De vez en cuando, adivina las figuras de unas garzas en la oscuridad que se amontona. El niño sabe que están atravesando campos de arroz porque puede oír los gritos de las garzas. El hombre empieza a sentir terror del niño que lleva sobre la espalda, de su hijo ciego. Siente que algún mal puede caerle encima y se pregunta dónde puede dejarlo. Ve un bosquecillo, una arboleda amplia. Piensa que es un buen lugar para librarse de él. Pero justo en ese momento oye una risita que viene de su espalda.

—¿De qué te ríes? —pregunta el hombre.

—¿Soy pesado?

—No.

—Pronto me encontrarás pesado.

Más de Andrea Mejía: Las raíces del mundo

Esta visión o escena es la tercera entrada del libro de Natsume Soseki, publicado en 1908, Diez noches de sueño o simplemente Diez sueños. Es terror puro. Aunque no lo tengo bajo los ojos, mi transcripción debe ser bastante exacta porque hace ya un par de años lo leí trecientas veces, fascinada, para intentar poseer este sueño, y si no lo lograba, para intentar librarme de él definitivamente. Los diez sueños, consignados o inventados por Soseki, son piezas hermosísimas, lívidas, fantasmagóricas, en las que se condensa la belleza extraña y lejana que alcanzan algunas escenas a lo largo de sus novelas.

Ahora que lo transcribo me llama la atención que el niño lleva la cabeza afeitada, como si fuera un niño monje. Es evidente, o me parece al menos evidente, que ese niño ya ha nacido antes, ya ha estado entre los arrozales sobre los hombros de su padre, y ahora está en otra parte, y su voz llega a oídos del hombre y a oídos nuestros desde un lugar que cruza el paralelo imaginario entre la vida y la muerte.

Hakuin, Enso
Hakuin, Enso

Calma, no voy a arruinar este magnífico sueño con una interpretación o un comentario, solo quiero decir que sin saber muy bien por qué lo asocié esta vez con un koan antiquísimo que generaciones de monjes budistas han roído como un hueso: “cómo era tu rostro antes de que nacieran tus padres”, o como aparece citado en el Shobogenzo, la impresionante colección de textos escritos en el siglo XIII por el gran monje Dogen Zenji:

“Di algo acerca de ti mismo antes de que nacieran tus padres, pero no uses palabras aprendidas en los comentarios”.

¿Qué dirían ustedes?

Yo no tendría ni la más remota idea, pero me divierte pensar que Soseki, intrigado siempre por el Zen sin nunca llegar a entregarse a su humor y a sus misterios, soñó la respuesta al koan o, al menos, la versión terrorífica de la respuesta. Y me pregunto si la literatura verdadera no es uno de los caminos para recuperar lo que antes de nacer era nuestro, si no logra siempre responder a un koan muy viejo, al más viejo, arrojando antes por la ventana todas las palabras necias.

Siga con: La choza sosegada

1 Comentarios

Deja un comentario

Diario Criterio