‘Toro’: ver luces en la oscuridad
Este jueves se estrena en salas colombianas el documental ‘Toro’, codirigido por Ginna Ortega y Adriana Bernal-Mor, en el que se elabora un retrato del fotógrafo Hernando Toro, con las sombras de su vida recuperadas como señales luminosas en su arte. ‘Toro’ también da indicios para entender lo lucífero de una época que normalmente se ha visto desde las metáforas de la oscuridad.
Se despliegan sobre la pantalla las imágenes de la película Toro y lo que vemos es un fondo oscuro interrumpido por unas pocas luces intermitentes. Una narradora, entonces, nos habla de la trayectoria de una luciérnaga y de un ser alquimista que produce luz en medio de la oscuridad. Pronto sabremos que habla de un fotógrafo cuyo apellido es el mismo del título de la película, y que es capaz de proponer un juego de apariciones y desapariciones, es decir, una danza de seducción.
En febrero de 1975, pocos meses antes de su muerte y en un artículo para el Corriere della será, Pasolini describió (o quizá solo imaginó y al imaginarlo le asignó el estatuto de verdad) un fenómeno “rápido y fulminante”: la desaparición de las luciérnagas. Al señalar esa pérdida, el cineasta y poeta estaba en realidad apuntando a otra cosa: la transformación radical del viejo y querido mundo conocido y su reemplazo por “un montón de ruinas insignificantes e irónicas”. En resumen: el triunfo definitivo del capitalismo y el bienestar con el borramiento consecuente de toda forma de rebeldía.
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Años después, Georges Didi-Huberman retomaría la imagen pasoliniana de las luciérnagas. Corrige entonces a Pasolini, el tan admirado maestro de la sospecha. “Lo que había desaparecido en él era la capacidad de ver”, escribió Didi-Huberman. Al final del retrato que componen del fotógrafo Hernando Toro, las codirectoras del documental, Ginna Ortega y Adriana Bernal-Mor, citan al historiador de arte y famoso ensayista y a su texto Supervivencia de las luciérnagas: “Debemos, por tanto, convertirnos nosotros mismos (…) en luciérnagas y volver a formar, así, una comunidad del deseo”.
Y en una puntada final que sin duda alguna se puede asociar con las sinuosidades y resistencias de su personaje, de ese Toro escurridizo pero a la vez dispuesto, nos dejan leer en letras blancas sobre un fondo otra vez negro: “Decir sí en la noche surcada de fulgores y no contentarse con describir el no de la noche que nos ciega”. Suena como una declaración de confianza, pese a todo, en las imágenes y en los gestos. Y si hemos seguido y entendido el arte de Toro, tal como nos lo transmite el documental, esa fe nada ingenua adquiere su sentido.
Vea acá el tráiler de Toro:
Toro, el documental, no busca reconstruir la biografía de una persona con sus líneas de tiempo y sus saltos al vacío, sino ofrecer apenas un retrato, o una serie de retratos que fijen algunas imágenes del hombre (y de la máscara, es decir del personaje) que capturó la atención de las codirectoras. En ese deseo de retratarlo hacen casi lo contrario a lo que Toro hace con sus “modelos” fotográficos. Mientras Toro parece fascinado con las máscaras de las drag queens, travestis y demás seres luminosos en medio de la oscuridad que protagonizan sus fotografías, Ginna y Adriana quieren escarbar más allá de la apariencia y encontrar aquello que mueve íntimamente al fotógrafo.
Al buscar a la persona detrás del personaje, lo que las codirectoras encuentran es quizá, o sobre todo, un tiempo: el sentido de una época con su múltiples paradojas y ambivalencias. Hernando Toro nació en algún lugar del espinazo andino y cafetero de Colombia. Al llegar a Bogotá, huyendo de esas estrecheces, se vinculó a los ambientes artísticos y bohemios de la década de 1970, compartió un taller con el artista plástico Bernardo Salcedo y se dejó deslumbrar por los fulgores de una fiesta interminable con sus promesas de dinero fácil y gloria efímera.
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En la cárcel Modelo de Barcelona, en la que estuvo preso y en lo que pudo ser el descenso a un abismo, Toro encontró el camino de su arte. Allí realizó su serie fotográfica más famosa al darle vida al mito del ángel caído (Lucifer es un portador de luz, pero hay que tener ojos para verla). De regreso a Colombia, esa obra lo persigue como una sombra. Toro se muestra impaciente por ser otra cosa, por sacudirse su propio pasado, pero tampoco se resiste demasiado al mito y a la máscara. Acepta ser una especie de Mefistófeles, una parodia de Lucifer. La sátira es otra forma de redención y el sátiro es un sabio a su manera.
Ginna Ortega y Adriana Bernal-Mor nos entregan un documental realizado con un notable cariño y cuidado. Encuentran las referencias culturales precisas y un lenguaje formal eficaz que por momentos pasa del retrato al collage. A veces, la voz en off del documental expone y explica demasiado, y hace la tarea de síntesis que bien podría hacer quien lo ve. En esa disputa entre decir y mostrar, o entre las luces y las sombras, creo que la palabra y la luz se imponen. Algo de misterio se pierde en esa ansiedad.
Toro es también un documento importante para ir completando el rompecabezas del arte colombiano, con sus derivas y desvíos malditistas. Muestra el vínculo de nuestros artistas con fenómenos sociales como el narcotráfico y su fascinación con la marginalidad. Hace evidente esa comunidad de deseo entre quienes miran a través de un lente y quienes son observados; en ese acto compartido y consensuado, los observados deciden actuar, exagerar, lucir: para que quede un registro, al menos, de su luz intermitente.
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3 Comentarios
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Desde el primer momento que vi Toro, me encantó. Ojalá vayan a verla cine.
Siiiiiiiii dan ganas de verla