Tortugas
Un barco se hunde en medio del mar y una joven tortuga se ofrece para salvar a los náufragos y llevarlos en su caparazón a las orillas pedregosas de una isla.
—¿Pero qué comeremos en esta isla desierta? —le preguntan los rescatados a la tortuga—. ¿Para qué nos has salvado si ahora moriremos de hambre?
La tortuga se ofrece entonces como alimento para los náufragos hambrientos.
Anoté hace mucho esta historia para no olvidarla; una precaución inútil, porque olvidamos todo lo que debemos olvidar, aunque esté escrito, y solo retenemos lo importante, incluso si olvidamos anotarlo.
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Lo bueno de la historia de la tortuga es que no enseña nada. Es decir, no es una de esas fábulas fastidiosas en las que cada animal no es un animal sino la representación de una virtud humana, una virtud además bien relativa y dudosa, como la historia horrorosa de la hormiga trabajadora y acumuladora que triunfa y humilla a la cigarra que canta. Hasta donde sé, las hormigas son más bien generosas, porque alimentan, como escribe Tomás González en su último libro, “el delicado asombro” de quien las contempla.
La historia de la tortuga no enseña nada, o acaso enseña que la generosidad y la nobleza son fuerzas y modos de existir casi absolutos y desinteresados. Eso es mucho más y mucho menos que una enseñanza, y por eso tal vez nos quedamos callados y sorprendidos por un momento con la historia. De las pequeñas virtudes mezquinas, como a veces pueden ser las nuestras, como las de la hormiga humanizada y arrogante de la fábula, de esas virtudes en cambio siempre se puede hablar un poco. O no un poco: se puede hablar muchísimo.
“No es una de esas fábulas fastidiosas en las que cada animal no es un animal sino la representación de una virtud humana, una virtud además bien relativa y dudosa”
Esa no es la única historia de tortugas que conozco. Mary Oliver cuenta cómo un día encontró un nido de tortugas en la playa. De veintisiete huevos que había, desenterró trece con cuidado, tomando cada uno entre sus dedos.
Imaginar a una poeta que admiro, que siempre leo con alegría, que a lo largo de su vida y de su obra amó y celebró el mundo natural, comiéndose los huevos de una especie a lo mejor amenazada, saboreando lo que pudo haber sido una hermosa aparición terrestre o marina, privando a trece tortugas de la ternura enigmática y de esa vejez joven con la que existen aún, con un poco de suerte, las otras catorce hermanas tortugas que nacieron, produjo en mí algo entre la fascinación y el terror.
Intenté salir del desconcierto diciéndome que el texto de Oliver, además de estar lleno de imágenes y de belleza, habla de una relación real con la naturaleza, es decir con lo que somos y llevamos dentro, de lo poco retorcidos que son la verdadera gratitud y el verdadero respeto; y diciéndome también que la protagonista tiene la delicadeza de tomar solo lo que necesita para alimentarse y de proteger el resto. Luego preferí olvidar mis conclusiones y volver al desconcierto, porque a veces, o casi siempre, es mejor sacrificar las enseñanzas para poder conocer un poco más la realidad.
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Si algo de conocimiento real ha de ser nuestro un día, solo podrá llegar a través de una mirada que está en el mundo, entre las demás cosas, una mirada que no se las sabe todas, que es parte de lo que es, que no está ni por encima ni por debajo de lo que la rodea, y que desde esa situación puede ver a la vez con distancia y con amor, observar y atender. El texto se llama Hermana tortuga, un título que Oliver puede permitirse porque ha dejado atrás toda tentación de santidad y de prédica.
Hay una tercera historia de tortugas que podemos encontrar también en Asombro de Tomás González. En ella ya no es “el delicado asombro” el que se abre al mundo y le responde, sino otra forma del asombro que Tomás anotó en un poema rescatado entre sus escritos, en el que aparece “la tortuga más grande que mis ojos hayan visto”, en una playa en Tolú, a la que traen del mar en una lancha para cortarle la cabeza de un hachazo en la arena. La respuesta es esta vez, y es la respuesta de un niño de siete años con las palabras ya de un adulto, “un asombro cada vez más aterrado y hondo”.
“Si algo de conocimiento real ha de ser nuestro un día, solo podrá llegar a través de una mirada que está en el mundo, entre las demás cosas, una mirada que no se las sabe todas, que es parte de lo que es”
“¿Para qué, entonces, vinimos a este mundo?”, pregunta González en alguno de los textos del libro. Y él mismo se responde: “Vinimos a admirarlo, digo yo”.
Eso es también mucho más y mucho menos que una enseñanza.
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Maravilloso fragmento de un párrafo que hoy leeré a estudiantes de grado 10 que están buscando un tema de investigación para su monografía del año entrante:
“Si algo de conocimiento real ha de ser nuestro un día, solo podrá llegar a través de una mirada que está en el mundo, entre las demás cosas, una mirada que no se las sabe todas, que es parte de lo que es, que no está ni por encima ni por debajo de lo que la rodea, y que desde esa situación puede ver a la vez con distancia y con amor, observar y atender.”
¡Gracias, Andrea!
Leo tu maravilla de columna Andrea, después de otras cuantas, maravillosas también. Comulgo con vos, con lo dicho, y lo silenciando…y con el eco de ambas cosas. Te leo, digo, y después el comentario de Carlos, reseñando ese fragmento tan diciente, tan delicado y poderoso. Aprovecho para saludarte querido Carlos. Muchas gracias a ambos.