No los soporto
Los expertos dicen que la etapa 11 del Tour de Francia va a ser recordada durante muchos años por la épica, porque Pogacar se fundió en lo que pudo ser el peor día de su vida, porque Nairo Quintana mostró un temple único en un instante en el que parecían extinguirse las fuerzas y por el protagonista de aquella fiesta inolvidable, Jonas Vingegaard.
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Justo cuando el ciclista danés galopaba en medio de las cúspides escarpadas y se dirigía con paso seguro a la meta, detrás de él aparecieron dos personajes de la nada: un tipo que cargaba una gigantesca bandera de Bélgica y corría al lado de Vingegaard, a una distancia casi que invasiva, mientras que el otro sujeto en pantaloneta llevaba consigo, también peligrosamente cerca, una bengala encendida, preciso en el momento que mentalmente el ciclista necesitaba muchísima concentración.
Tal fue la piedra del hombre del Jumbo-Visma que debió entonces fijar su mente en ver cómo estos individuos se quitaban de su camino y los fue sacando con el ademán de quien estira el brazo varias veces para alejar un zancudo fastidioso.
Durante 200 kilómetros los ciclistas no solamente deben pensar en ganar, en protegerse de los ataques de las escuadras rivales, de morderse la lengua cuando las fuerzas se agotan, de imaginar que la bicicleta está a punto de sacar la mano, sino que además les toca sortear esta suerte de orates enfundados casi siempre en pantaloneta y casco vikingo y que corren detrás de los velocistas.
También, cuando las carreteras se angostan y el deportista anda revisando la poca stamina que queda antes de llegar a la meta, la vía se hace aún más pequeña porque una horda de fanáticos se mete al asfalto para avivarlos. Bien por el entusiasmo, pero ¿por qué no se quedan al borde del camino, sin necesidad de fastidiar?
Entonces se me viene a la cabeza aquel día en el Giro de Italia, el día que un pendejo se le cruzó en el camino a Miguel Ángel López y lo hizo caer en el momento que el colombiano iba pleno buscando el triunfo. “Supermán” no aguantó y le tiró, a lo Will Smith, dos o tres cachetazos al tarado de carnes blancas y torpeza indignante. Ni hablar de esa mujer que, en pleno Tour de France, tuvo como brillante idea atravesar el famoso letrero que decía “Allez Opi Omii” cuando un cardumen de ciclistas quemaba rueda.
Al exhibir el cartel, yendo además a contramano del lote, dándole la espalda, generó que Tony Martin chocara violentamente y se produjera una caída masiva, un efecto dominó letal que dejó por fuera a varios. ¡La señora ni siquiera estaba pendiente de la carrera! ¡Quería únicamente enviarles un mensaje a sus abuelos! Alguien pudo avisarle antes que existe Whatsapp.
Y los ejemplos continúan sin cesar. No puedo visualizar esa clase de comportamientos en otros deportes: Nadal o Djokovic quitando a un fanático que le grita con el maldito casco de cuernos vikingos antes de un saque —si eso le ocurre a Kyrgios, el tipo los va sonando a raquetazos—; tres oligofrénicos con dos voladores encendidos que corren en paralelo a Benzema antes de cobrar un penal; ni recrear en la mente a Hamilton y Verstappen yendo a 300 kilómetros por hora cuando, antes de una curva, surgen dos aficionados con un capote de torero para hacer una verónica sobre el monoplaza… no, imposible así.
Mi admiración a los ciclistas, siempre. Mi indignación con los fastidiosos que quieren robar cámara a costa de ellos, siempre.
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