El campus de la Nacional como coto de caza

“Queda la impresión de que múltiples profesores de Antropología de la Universidad Nacional ven en su estudiantado una inagotable fuente de materia prima para ser moldeada a sus deseos, caprichos y hasta necesidades, tanto físicas como psicológicas”.

Una de las ideas más revolucionarias de la humanidad es aquella que afirma que los comportamientos o tradiciones humanas no tienen por qué ser como son.

La época moderna ejerció un quiebre con la tradición como fuente de la normatividad que guía nuestras vidas: el que nos hayamos comportado de cierta manera en el pasado no necesariamente justifica el que sigamos comportándonos de la misma manera. Del mismo modo el mundo divino, trascendente, pierde su autoridad ante el creciente desafío del ser humano.

Ni el pasado ni la divinidad poseen legitimidad por sí solos. Solo el acuerdo entre seres humanos puede otorgar y por ende, también denegar legitimidad. Los filósofos modernos le dieron el nombre de ‘autonomía’ a esta postura y la consideraban la esencia de la libertad humana. Somos libres, no en tanto podamos hacer lo que queramos, sino más bien en tanto somos nosotros mismos quienes decidimos bajo qué limitaciones queremos vivir en sociedad.

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Quisiera acercarme a la situación que se vive en la Universidad Nacional entre imputaciones y tutelas debido a la supuesta violencia y acoso sexual por parte de profesores suyos contra estudiantes, y a la vulneración de los derechos de algunas de las supuestas víctimas de parte de la institución. No escribiré sobre la relación entre asimetrías de poder y consentimiento, ni sobre la legislación de la sexualidad como posible forma de control social. Me enfocaré más bien en el carácter construido de lo que se entiende por comportamiento normal y de su enmascaramiento como natural.

Así, en sociedades patriarcales ciertas dinámicas establecidas entre los géneros se atribuyen a características naturales o esenciales de los diferentes sexos, legitimando de esta manera dichos comportamientos.

La mujer en muchos casos es reducida a su presencia física, a su disponibilidad para satisfacer ciertos deseos del hombre. Ya hace 2.500 años, Aristóteles, uno de los arquitectos del pensamiento occidental, había determinado la función de la mujer como mera materia lista para recibir la forma masculina. De esta manera el valor de la mujer quedaba supeditado a su servicio para la reproducción y existencia del hombre.

Leyendo los informes publicados en 2020 por la Comisión Feminista de Asuntos de Género, Las que luchan, conformada por estudiantes y egresadas del departamento de Antropología de la Universidad Nacional, queda la impresión de que múltiples profesores del departamento ven en su estudiantado una inagotable fuente de materia prima para ser moldeada a sus deseos, caprichos y hasta necesidades, tanto físicas como psicológicas. Es la imagen del campus universitario como coto de caza, con un tinte medieval aristocrático, donde existen derechos incuestionados de ciertos grupos sociales sobre otros, simplemente porque así ha sido siempre.

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El pasado funciona como autoridad legitimadora del presente en tanto se hace pasar por natural: así es la masculinidad. Es parte del devenir mujer el aprender a lidiar con la naturaleza masculina. La responsabilidad no yace en el cambio de comportamiento masculino, sino en el esfuerzo extra de parte de la mujer de aprender a manejar dicho comportamiento y a esquivar sus manifestaciones más extremas y burdas sin alterar el orden natural de las cosas.

Así, a la mujer le corresponde la doble función de resistir-–por un lado–y de hacerlo de tal manera que evite la impresión de resistencia –por el otro–. Una mujer resistente también está cuestionando dicho estado natural, y pasa a engrosar las filas del feminismo, entendido este último como insulto y afrenta a lo que debe ser una mujer.

¿Qué presupuestos subyacen a la crítica dirigida a las mujeres que exigen un cambio en los comportamientos masculinos? ¿Qué estamos diciendo realmente cuando tildamos esa exigencia como ‘infantilización’? ¿Debemos tildar una actitud como infantil cuando intenta desenmascarar el carácter social, construido, de ciertos comportamientos masculinos que reducen a la mujer a ser un objeto sexual y se niegan a verla y aceptarla como un ser humano completo?

El término ‘infantil’ significa lo opuesto de un adulto responsable. Un infante es un ser que tiene deseos que no se corresponden con la realidad y sin embargo pide que sean realizados. Por lo tanto, podremos concluir que se espera de parte de una mujer que maneje fluidamente la traducción entre los idiomas del acoso y de la galantería.

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De tal manera que lo que ella siente y percibe como acoso lo debe traducir simultáneamente al espacio semántico de la galantería y la caballerosidad para no alterar el orden de las cosas. Exigir un trato diferente, ni reductivo ni denigrante, acorrala a la mujer en una esquina: está condenada o a aceptar y continuar normalizando una situación desgastante y deshumanizadora –por un lado– o a ser vista y tratada como complicada, histriónica, problemática –por el otro–. En cualquiera de los casos, pierde.

¿Cómo lograr cambiar costumbres o hábitos sociales arraigados hace generaciones? ¿Cómo redefinir un halago de un profesor sobre la manera de vestir o el peinado, o una invitación a salir a bailar, como una intromisión sin permiso en el espacio personal? Por un lado, tenemos la intención de quien halaga o invita. Por el otro lado, tenemos el efecto del halago o invitación en quien lo recibe. Quién se encuentra en mejor posición o con mayor autoridad para describir lo ocurrido: ¿La persona que actúa con cierta intención o la persona afectada por el acto?

Normalmente asociamos responsabilidad con intención: somos responsables por aquello que cae bajo nuestra voluntad o intencionalidad. El problema aquí es que justamente la intención del halago del profesor, el apretón de manos un tanto prolongado, la invitación a bailar o a un café, se puede modificar a medio camino y mostrarse como algo diferente a lo que originalmente era. El malentendido es el camuflaje perfecto del acoso. Esto hace que la percepción de la estudiante, el efecto generado en ella, deba adquirir mayor peso en la descripción de lo ocurrido. La incomodidad, el malestar, la mortificación, determinan qué ocurrió.

La experiencia subjetiva adquiere así un peso interpretativo determinante, lo cual no suele ser el caso en el campo legal, donde asociamos leyes con objetividad, donde la diferencia entre lo legal y lo ilegal supuestamente no debe depender de la percepción o subjetividad de un individuo. Se podría argüir que la reputación y el trabajo de un docente no debe quedar a merced de la sensibilidad particular de una joven, de su fortaleza o debilidad psicólogica. Esto puede ser cierto.

Sin embargo, resulta curioso que, en primer lugar, no se le exige dicha fortaleza al docente en su trato con la estudiante. ¿A quién se debe proteger en esta relación? ¿Quién es más vulnerable? Solo cuando valoremos esta dimensión subjetiva como constitutiva y fundamental para la dignidad de una persona, podremos generar una necesaria resignificación de comportamientos denigrantes y dañinos, que acompañan a la mujer a diario en nuestras sociedades y limitan su experiencia como ser humano.

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