A los cuatro vientos

…Se ha construido una humanidad, un sistema-mundo cuya base es la opresión y la violencia contra las mujeres”.

Durante estas semanas, día tras día, nos fuimos enterando de actos violentos cometidos contra mujeres. 

No voy a narrar aquí el horror de la violación que, presuntamente, cometió un habitante de la calle contra una adolescente en una estación de Transmilenio en Bogotá; ni voy a repasar el video que muestra la infame golpiza que recibe una señora, de manos de su novio, periodista, ayudado por otro hombre. Tampoco pretendo abundar en calificativos acerca de la violación y empalamiento a la que sometieron a otra mujer en Villavicencio.

Por supuesto que no escribiré sobre el acoso sexual del que fue víctima una funcionaria de la Asociación Bancaria y de Entidades Financieras de Colombia (Asobancaria) y del que se acusa a quien, en esos momentos, era presidente de la misma entidad.

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Lo que me pregunto es qué tienen en común las personas que cometieron los delitos. Si no son de edades, ni de procedencias sociales similares, ¿solo se parecen en que son hombres, colombianos y blanco-mestizos? ¿Estas tres características los (nos) llevan a creer que es legítimo cometer todo tipo de tropelías contra las mujeres, por el mero hecho de ser mujeres?

No pregunto por las características comunes de las víctimas, ni por las condiciones de modo, tiempo y/o lugar en las que se cometieron los actos que las vulneraron, porque la respuesta está clara: son personas de género femenino que, por serlo, están peligrosamente expuestas a que se les violen sus derechos en cualquier lugar y en cualquier espacio de socialización.

Visto así, pareciera que la mayoría de hombres colombianos somos —potencialmente, al menos—, violadores de los derechos a la libertad, integridad y formación sexuales de las mujeres. Y que ellas, todas, son víctimas potenciales de ese tipo de violencia.

Pero es peor. Resulta que no solo en Colombia se cometen esos delitos. Ni únicamente los hombres colombianos somos victimarios de esos actos, ni solamente las colombianas son las víctimas de esta forma de violencia. Más aún: estas violencias no son nuevas, no ocurren desde hace 15 días, ni es un problema del siglo XXI. Es algo más universal, es una violencia que ocurre en casi todos los países del mundo y desde hace, al menos, 10.000 años.  

De la universalidad de la violencia contra las mujeres dan cuenta tanto organizaciones especializadas en el tema como periodistas de distintos medios de comunicación. 

ONU Mujeres dice: 

A nivel global, se estima que 736 millones de mujeres –alrededor de una de cada tres– han experimentado alguna vez en su vida violencia física o sexual (…) Estos datos no incluyen el acoso sexual”.

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Y, hablando de la situación particular en los Estados Unidos, país que para algunos es el paradigma de la libertad y la democracia, el periodista Safvan Allahverdi escribió, en octubre de 2020:

La violencia contra la mujer aumenta día a día en Estados Unidos. La nación norteamericana se encuentra entre los 10 países donde las mujeres corren más riesgo de ser agredidas sexualmente y tiene una media de tres feminicidios al día”.

No se trata de usar la situación mundial para justificar la violencia que hombres colombianos ejercemos contra las mujeres en nuestro país. Se trata, más bien, de entender que se ha construido una humanidad, un sistema-mundo cuya base es la opresión y la violencia contra las mujeres y que nuestro país hace parte de dicho sistema.

Este se ha construido, consolidado y auto-justificado desde antes de la época del esclavismo y sigue haciéndolo así hasta hoy. Muchos estudios, como los de Silvia Federicci o los de Gerda Lerner, han demostrado que las primeras personas esclavizadas fueron mujeres y que esa esclavitud se justificó mediante argumentos basados en creencias religiosas y en las evidentes diferencias biológicas. Con los mismos argumentos, también se justifica la violencia contra las mujeres.

Ellas, por supuesto, han resistido. Han probado la falsedad de los argumentos que justifican la discriminación y la violencia en su contra. Como en toda lucha social, han sido, muchas veces, derrotadas, pero son innegables los avances que han logrado: desde normas de discriminación positiva y ley de cuotas, hasta la cada vez mayor intolerancia social a la discriminación y la violencia basada en género y la autonomía sobre sus propios cuerpos

Los hechos de violencia que han padecido en estos días, a los que me referí al principio de esta columna, además de ser delitos condenables judicialmente, son hechos dolorosos porque ofenden la dignidad humana. Ninguno de esos actos de violencia basada en género es admisible o justificable. Todos merecen la condena social, como diría la señora vicepresidenta, “hasta que la dignidad se haga costumbre”.

No es tampoco aceptable que se persiga judicial y socialmente la violencia basada en género tan solo cuando la cometen personas afines a una u otra vertiente política. Esa violencia es una alevosía que, siempre, debe denunciarsea los cuatro vientos.

Tal vez un esfuerzo conjunto entre el Gobierno progresista y los movimientos sociales de mujeres pueda derrotar esta violencia tan macha.

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1 Comentarios

  1. Ahora bien. La agresión de género tiene otro un agravante que consiste en que algunas autoridades encargadas de llevar a término los procesos de justicia se comportan dejando la vida del inculpado expuesta a la violencia de otros tan crueles o más que el victimario. La justicia por mano de otros reos es una forma de supuesto castigo que no hace mérito a la sociedad

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