Visitas
No había escrito nada realmente bueno esa noche, pero qué importaba: una por una, o muchas al tiempo, había recibido la visita de las palabras, que son diosas repentinas, sin altares, y son ellas las que llegan con ofrendas.
¿Qué podía distraerme?
Nada.
Frente a mi ventana, a menos de diez metros, desde el quinto piso en el que estaba, veía a un halcón que devoraba una serpiente nada pequeña sobre un poste de la luz. ¿De dónde la había sacado?
Yo estaba de paso por la ciudad y no en la montaña en la que vivo, donde de vez en cuando también veo aguiluchos y halcones, que son buenos augurios, o eso me digo, siempre. Pero aquí el halcón no estaba en una rama, ni en una estaca, ni volando en el azul del cielo, sino en un poste de concreto, en un parque inofensivo, con unos cinco guayacanes eso sí muy bellos, personas paseando perros, una niña que había madrugado a patinar y bolas que rodaban por el suelo masticadas por los perros. Algo no encajaba. El halcón agarraba la serpiente entre las garras y se la iba tragando a pedazos que le arrancaba. Lo hacía lentamente, a un ritmo muy distinto al que transcurrían las cosas abajo en el parque.
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Yo no había dormido en toda la noche, me había pasado la noche escribiendo, por lo que creía que estaba ante una visión o una visita extraordinaria, como los pájaros que aparecen en Homero y anuncian sucesos dichosos o funestos, o anuncian a veces la visita de dioses que a su vez traen anuncios larguísimos de otros dioses, y que siempre se repiten en la Ilíada y la Odisea al menos dos veces, idénticos, para que los oídos que reciben el poema, y los oídos de los personajes que están dentro, puedan retenerlos. Eso sin contar que los dos poemas homéricos son una visita prolongada de la Musa que es la que en verdad canta.
No había escrito nada realmente bueno esa noche, pero qué importaba: una por una, o muchas al tiempo, había recibido la visita de las palabras, que son diosas repentinas, sin altares, y son ellas las que llegan con ofrendas. Ellas vienen, nos visitan, dejan su oro y se alejan. Como los dioses, o los pájaros de Homero, como ese halcón que tenía en frente, las palabras son mensajeras de algo que no conocemos. Mientras más sencillas sean las palabras que nos visitan, más vasto puede ser el sueño.
No tenía idea de que Homero, además de la Ilíada y la Odisea, y unos himnos bellísimos dedicados a cada uno de los dioses famosos, había escrito poemas con estos títulos extraordinarios: La cabra siete veces trasquilada, El canto de los mirlos, La canción del mendigo, El horno. ¡Tanta suerte prometida en ellos! Daría mucho por encontrarlos y leerlos.
Pero, dejando de lado a Homero, ¿era bueno el augurio de un halcón desayunando una serpiente en un poste de la luz en una ciudad de tierra fría, más bien fea, amenazada por la peste en los últimos días del año 2021?
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No se me ocurría uno mejor.
La serpiente ya había desaparecido. El halcón se paseaba ahora de un poste de la luz a otro, frente a mis ojos, como un equilibrista sobre un hilo inexistente. Desde arriba espiaba a los perros y a sus dueños, con curiosidad e inteligencia. Me pregunté si estaría también dispuesto a cazar alguno de esos mullidos poodles terrestres allá abajo. Y pensé que si ese era el tipo de encuentros que me esperaban en la ciudad, no estaría mal volver, aunque solo fuera muy de vez en cuando.
“Hay que rogar que sea largo el viaje”, dice el verso de Cavafis. Se lo ruego al halcón que me visita, y bueno, siempre hay que estar del lado de los vencidos: también a la serpiente. Que sea largo el viaje. Estemos donde estemos. Eso es lo importante.
Imagen de ilustración: William Kentridge (Johannesburgo, Sudáfrica, 1955)
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